En septiembre del 2015, el mundo abrió los ojos ante el drama de la inmigración a causa de la aparición del cuerpo del pequeño kurdo en la orilla de una playa turca. Aylan yacía de bruces a la orilla del mar con su pantalón azul y su camiseta roja. Una imagen, trágica y dulce al mismo tiempo, que no se borra de mi cabeza. El mar lo devolvió y muchos pensamos que era un resto de nuestro propio naufragio. No quisiera yo olvidar su imagen. Por eso tengo una foto suya en mi despacho y, de vez en cuando, cuando siento la necesidad de elevar mi alma, clavo mis ojos en el peluche roto bañado por las olas. Sé, en medio de tanta ignorancia, que Dios no se olvida de sus hijos. Tampoco de mí.
Ya lo pidió el Papa en su visita a Lampedusa: “Oremos porque nuestra frontera sea un lugar de encuentro y nunca un lugar de muerte y de tragedia. También pidió por “nuestra sociedad, para que no se acostumbre al dolor humano ni se insensibilice ante este drama”. Miro y remiro su imagen y me doy cuenta de que no puedo acostumbrarme a decirle adiós. ¿Por qué será que no me canso de mirar a las víctimas? ¿Por qué será que siento tanta repugnancia por los verdugos?
Mr. Trump (tan lejos del humanismo cristiano) ha retirado el apoyo a 800 000 niños, hijos de migrantes, nacidos en tierra americana. Niños rechazados, apátridas, botados en las cunetas de una historia que renuncia a ser escrita con la tinta de la solidaridad. Nos olvidamos que detrás de cada niño, de cada excluido o maltratado, hay una persona, una familia, un pueblo, pero también una hambruna, una guerra, una persecución, una extorsión; y muchos miedos, abandonos, dolores, pérdidas, unidas a tantas ilusiones lícitas y a la esperanza de una vida simplemente humana, una vida mejor.
En días pasados he asistido en El Salvador a un Encuentro Latinoamericano de Cáritas. Hablamos, entre otras cosas, de la Casa Común que, entre todos, tenemos que cuidar. Y alguien, sufrido, lúcido y esperanzado, dijo: “No se olviden de que la Casa Común está habitada”. No hay ecología auténtica ni compromiso sociopolítico verdadero que no redunden en el bien del hombre, también del migrante y del refugiado. Ellos son, tanto como cualquiera, habitantes de esta tierra y de esta casa.
Los papás del pequeño Aylan sólo querían una oportunidad, pensando seguramente más en él que en ellos mismos. La esperanza truncada no tiene que alejarnos de la búsqueda del bien. Al contrario. Tiene que ayudarnos a seguir empujando la historia hasta que las alambradas sean destruidas y las fronteras desaparezcan.
Sí, hay que pedirle a Dios que el dolor de los otros no nos sea indiferente, porque si lo es, los dejaremos morir y morirá con ellos todo lo mejor de nuestra humanidad. Ciao, dulce y pequeño Aylan. Cuando llegue septiembre siempre te recordaremos y la imagen de tu frágil cuerpecito será el signo de nuestra humilde fortaleza.