No era amigo de la psicología experimental y para enfrentarla recurría a la descripción del cerebro y al finalizar, hablaba del misterio de la conversión de los procesos físico-químicos en ideas, proceso que ocurría en las neuronas y que para él se presentaba como un misterio no resuelto por la ciencia. De hecho, no desconocía las investigaciones alemanas sobre el tema, pero refutarlo era recibir una candorosa sonrisa y nunca un desplante de superioridad.
Para diferenciar la histeria de los estados introspectivos provocados por la intensidad de la fe, acudía a los textos de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Ávila. La ciencia infusa se nos escapaba, pero, literariamente, entrabamos en el deleite estético y en unas experiencias inolvidables de lectura. El volver a esos textos, año tras año, fue el inefable legado de Monseñor Luna Tobar. Para entonces, su fama de predicador crecía en la iglesia de Santa Teresita del barrio de La Mariscal de Quito, barrio de la alta burguesía; sin embargo y en esa ubicación, humildemente, recogía la limosna para con ella construir el templo.
Tiempo después, con admiración y curiosidad, recibió la consagración obispal en la Catedral de Quito. En el ceremonial que imponía entrar y salir del templo, investido con mitra, cayado, cruz pectoral y anillo, mostraba un rostro pálido, ensimismado y como sufrido. Ser obispo, ser pastor, debió entrañar una grave responsabilidad frente a Dios y al pueblo.
Recibió la tarea de defender a pobres y perseguidos como herencia de Monseñor Leonidas Proaño, junto a un simbólico poncho.
Se lo vio en el arzobispado de Cuenca, en efecto, en lucha contra actividades poco cristianas y no cejó frente a los abusos del poder.
Más tarde y en la Catedral, en la que actualizó la sede cuencana, los domingos por la noche celebraba la misa. Todos acudían a escuchar su homilía: sabiduría en la interpretación de la Escritura y aplicación a la actualidad de los fieles. Fue la poderosa voz que se expandía entre los arcos del fastuoso templo.
En el Monte Carmelo, en Israel, sus hermanos carmelitas solo sabían del Ecuador que era la tierra de Monseñor Luna, pues, mucho prestigio tuvo en su Orden, de eso nos percatamos los artistas plásticos y viajeros ecuatorianos que visitamos ese santuario, por cierto de ese lugar partió Elías al cielo en un carro de fuego.
El profesor de Psicología General, en esos días, usaba el hábito y las sandalias prescritas por la Orden. Esa imagen se conserva en la memoria, otro de los misterios del cerebro. Un generoso ser humano, un creador de belleza y un ejemplo de la aplicación de la luz que irradia la fe en bien de los demás fue Monseñor Luna Tobar. Su recuerdo es memoria que ayuda a vivir, expresión que es acaso una paráfrasis de sus alentadoras y cálidas palabras.