La Academia sueca, ese augusto recinto de las letras mundiales, ha anunciado que el codiciado galardón que entrega anualmente, el Nobel de Literatura, no será discernido este año, 2018. La institución será reestructurada a causa de un escándalo de carácter moral protagonizado, al interior de ella, por algunos de sus miembros. En noviembre 2017, un diario sueco publicó la denuncia de 18 mujeres, colaboradoras de la Academia, quienes por muchos años, guardaron silencio ante el persistente acoso sexual y más vejaciones de algunos de sus integrantes.
Desnudada ante el mundo, la Academia sueca ha perdido los dones más preciados que una corporación de su rango debe conservar: dignidad, respetabilidad, credibilidad. El Premio Nobel de Literatura, el galardón que encumbra a un escritor al Olimpo de las letras mundiales, no será entregado esta vez a causa de un lío de faldas, un asunto tan inesperado como vulgar. La credibilidad de la Academia sueca siempre estuvo bajo sospecha. Los criterios para la concesión del premio nunca fueron claros. Se ha dicho que, a la hora del fallo, lo que menos contaba eran los intrínsecos valores literarios de un candidato; y, al contrario, lo que más pesaba eran factores extraliterarios, tales como razones políticas, preferencias por determinados países o alguna intolerable intromisión de un influyente personaje. De hecho, lo que la Academia sueca ha demostrado a lo largo de los 127 Premios Nobel concedidos es que se trata de una anquilosada institución europea en la que, por herencia o por inercia, ha pesado más en ella una visión eurocéntrica de la cultura y que, solo por excepción, el Nobel fue entregado a un no europeo.
Este caso me lleva a otras consideraciones sobre el raro talento de reconocer el mérito ajeno. Para ello se requiere, a más de inteligencia, dosis de sensibilidad y generosidad. Hacer con soltura, destreza y arte lo que es difícil para otros, he ahí la señal del talento. Galardonar a quien demuestra excepcional ingenio para el cultivo de las letras y ha dedicado su vida a ellas es obligación ineludible de quienes tienen en sus manos la conducción del Estado.
Puede darse el caso de que el poder reconozca el talento de un escritor, pero –como piensa Jorge Edwards- lo más común es que no acierte porque obra, casi siempre, por preferencias políticas. La literatura no está al servicio del poder; es pensamiento libre, su emblema es el búho de Minerva, diosa de toda sabiduría. Cuando se engrandece lo pequeño y se premia la sumisión se desvaloriza el galardón. Cuando se burocratiza la cultura se corre el riesgo de convertirla en instrumento de una ideología, en arsenal de ideas que justifican a un régimen, en eslogan empobrecedor. Los dóciles son mimados y excluidos los herejes. Así proceden todos los regímenes autoritarios.