Asco, ira, indignación, deseo de que el castigo sea duro son las reacciones que compartimos muchos al saber que se ha desatado una nueva epidemia de corrupción entre funcionarios y empresarios en la compra de insumos para atender la emergencia. Tienta pensar que estos actos venales son doblemente repudiables porque ocurren al tratar de responder a semejante flagelo, pero no son más graves que otros. La corrupción que asola a nuestros pueblos desde hace siglos ha sido igual de terrible siempre. Con lo robado por funcionarios y empresarios venales y lo dejado de pagar por evasores tributarios durante siglos, podríamos haber tenido, hace mucho, excelentes escuelas, hospitales e infraestructura, una población sana, educada y trabajadora, reservas para enfrentar emergencias, una sociedad funcional, y una economía atractiva para las inversiones y altamente productiva. Basta pensar que solo lo que robaron los sinvergüenzas del correísmo equivale a toda la actual inmensa deuda externa del Ecuador: si no hubiese ocurrido solo este último episodio de tan crónico cáncer social, podríamos tener algún nivel de tranquilidad, que no tenemos, frente a lo muy grave que nos espera.
Sí, da rabia, mucha rabia. Pero la rabia no conduce a soluciones. Ante dolorosas realidades como esta, hay dos posibles caminos.
El primero es encogerse de hombros y pensar que “Así somos, siempre hemos sido y siempre seremos”, repitiendo irresponsables manifestaciones de un determinismo cultural que abdica de nuestra condición de seres pensantes, capaces de asumir la responsabilidad del cambio. El segundo camino, que elijo, es entender las causas y formular propuestas de cambio. Y al analizar las causas, he concluido que todos somos culpables del terrible mal de la corrupción, en dos sentidos.
Primero porque todos tenemos amistades, e incluso parientes que han cometido actos de corrupción, ante los cuales somos débiles en el repudio. Debo confesar que hace algunos años, yo mismo anuncié en privado que ni saludaría a un amigo de la infancia manifiestamente corrupto, y al volverlo a ver después de varias décadas, le di un fuerte y afectuosos abrazo. Lo confieso porque es mi deber hacerlo. Pero no trato de justificarlo. Hice mal, y hacemos mal quienes mantenemos relaciones, como si nada, con conocidos, amigos o parientes que participan de prácticas tan socialmente dañinas. Repudiarles, hacerles sentir el estigma de nuestra desaprobación, es algo que podemos y debemos hacer todos.
También somos todos culpables, con ciertas excepciones, porque hacemos poco para cambiar los procesos de crianza y educación a través de los cuales, desde hace siglos, formamos gente irresponsable, irreflexiva, incapaz de asumir el reto de ser adultos plenamente maduros, en términos tanto sicológicos como morales.