En la era del espectáculo en la que nos ha tocado vivir hay dos personajes emblemáticos: el exhibicionista y el fisgón.
Hay muchos estudios sicológicos de estas parafilias, pero examinamos ahora sus manifestaciones culturales.
El exhibicionista se despoja de discreción y pudor para retar con insolencia normas y valores. Los medios de comunicación, y especialmente la televisión, han contribuido a difundir esta cultura que, según Giovanni Sartori, transforma al homo sapiens en homo videns, consumidor de imágenes y emociones.
El exhibicionismo se manifiesta en franquicias televisivas como El Gran Hermano y La casa de Cristal, en las muchedumbres que acuden voluntariamente a posar desnudos para Spencer Tunick, en programas de farándula en los que la gente exhibe sus secretos a cambio de un rato de fama.
El fisgón es el personaje acostumbrado a husmear en asuntos de otros que no le conciernen. También es parte de la cultura del espectáculo; está en el espía contratado para averiguar la vida privada, en el chisme y el cuchicheo televisivo y en la vigilancia.
Nunca ha sido más vigilado y espiado el ciudadano como ahora, está en el ojo de cientos de cámaras de vigilancia, y la tecnología le ha dotado al fisgón de toda clase de aparatos para vigilar vidas ajenas. Ambos personajes han afectado también la política de nuestro tiempo.
Allí están esas campañas negativas que se dedican a husmear en la vida de los adversarios para desacreditarlos; es una política de fisgones; igual que el ejercicio de la política como espectáculo con candidatos que gritan, bailan, insultan, lloran y ríen.
La historia nos muestra dos ejemplos de gobiernos exhibicionistas e indiscretos.
El Presidente norteamericano Richard Nixon mandó a instalar micrófonos en la sede del partido opositor.
En el curso de la investigación se descubrió que en su propia oficina había instalado equipos de grabación. Entregó las cintas, por orden del juez, pero mutiladas para ocultar el lenguaje de carbonero que utilizaba en contra de amigos y adversarios. Terminó renunciando a la Presidencia.
Vladimiro Montesinos, el Rasputín del presidente Alberto Fujimori del Perú, tenía equipos en su oficina para grabar la entrega de sobornos a periodistas, empresarios, militares y diputados. Con esas grabaciones les chantajeaba para mantener su lealtad.
A la vista de estos antecedentes, es claramente inaceptable que, quienquiera sea el fisgón que instaló cámaras en el despacho del presidente Moreno, se libre de ir a la cárcel. No se trata de una cámara instalada para ver quién timbra la puerta, ni quién ha entrado en la noche; es un equipo sofisticado de espionaje que pone en peligro la seguridad y solo puede servir para fines maléficos. Una investigación confiable, por desgracia, será difícil porque ya han pasado cuadrillas manoseando todo, desconectando todo y llevándose todo.
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