Las noticias eran alarmantes. La parroquia La Merced de Buenos Aires en Imbabura había llegado a una explosiva situación de explotación minera ilegal y de violencia, que amenazaba con estallar con saldo de muertos y heridos. Al cabo de años de no haber tomado en serio el problema, se había convertido en uno de primera magnitud para el Gobierno y la sociedad. Todo el mundo decía que debían tomarse medidas, pero no llegaba el día.
Hace pocos días, el gobierno decidió actuar y llevó adelante uno de los mayores operativos de movilización policial y militar de tiempos de paz, procediendo al desalojo de los mineros y al desmontaje de sus instalaciones. Felizmente, la acción se llevó a cabo solo con incidentes menores, en medio de una tensa calma. Solo entonces se pudo conocer varias de las dimensiones de la situación, que debe llevarnos a una seria reflexión.
La posibilidad de explotar oro en una de las menos pobladas y lejanas parroquias de la provincia, llevó a Buenos Aires a un tropel de gente que trabajaban en condiciones de gran peligro y se hacinaban en poblados improvisados de latas y cartones, sin los más mínimos servicios. A ello se sumaba la presencia de especuladores, usureros y hasta piquetes armados que se imponían a la brava. En total se ha estimado que se habían concentrado alrededor de quince mil personas, al menos cinco mil de ellas extranjeros, fundamentalmente colombianos y venezolanos.
Semejante situación solo podía darse por lo rentable del negocio. Si, al parecer, los trabajadores recibían cien dólares diarios, ya podemos imaginar cuanto estaban ganando los que manejaban el negocio y sus últimos beneficiarios, los exportadores de oro a un mercado internacional en alza. Por mucho tiempo las autoridades y la opinión pública vieron para otro lado, pero decenas de camiones y volquetas iban a diario de Imbabura a El Oro para procesar el material bruto en las “chancadoras” no podían pasar desapercibidas, sobre todo en una zona fronteriza donde los aduaneros a veces les quitan unas pocas varas de tela o frascos de café a las madres de familia que sobreviven del pequeño “cacharro”.
El gobierno ha ofrecido que en adelante va a ejercer un estricto control de los accesos a la zona, sin perjudicar a sus tradicionales residentes, cuyo trabajo agrícola y artesanal debe ser promovido. Ha declarado que solo permitirá explotaciones legales. Pero por legal que fuera, la minería a gran escala es perjudicial para el ambiente y siempre empobrece a los pueblos, sobre todo cuando es “a cielo abierto”. Que la acción tomada por el régimen en Imbabura sea para mejorar las condiciones de vida y de trabajo de la gente. Y no se convierta en antecedente para un “boom” minero depredador, peligroso y empobrecedor en manos de empresas foráneas.