El 4 de enero de 1960 murió Albert Camus en un accidente de carretera cuando el automóvil en el que viajaba de Lourmarin a París y conducido por Michel Gallimard, derrapó y chocó contra un árbol. El filósofo del absurdo encontró la muerte en un absurdo accidente de tránsito. Entre las cosas personales que se hallaron junto al cuerpo de Camus estaba un portafolio en cuyo interior se encontró un conjunto de papeles escritos a mano; se trataba del manuscrito de “El primer hombre”, libro que él estaba escribiendo y que la mala jugada de un incomprensible destino lo dejó inconcluso. Son páginas escritas a vuelapluma, a veces sin puntos ni comas y nunca corregidas. La misteriosa obra permaneció inédita por muchos años; solo en 1994, y gracias al empeño de Catherine Camus, hija del escritor, fue publicada en Gallimard.
“El primer hombre” es un relato transido de emociones y recuerdos y en el que Camus regresa a su infancia, a la remembranza de su madre lisiada e iletrada, a sus ancestros españoles, a la orfandad y la pobreza de sus primeros años en un mísero barrio de Argel. Temas, todos ellos, recurrentes en sus obras. Cuánto afecto y contenida ternura guarda la dedicatoria que el escritor estampó al inicio de este inacabado texto cuando le dice a su madre: “A ti, que nunca podrás leer este libro”. Y si ella no lo leyó, él jamás pudo terminarlo. No hay duda, la vida guarda a veces estas amargas ironías.
La madre es uno de los ejes simbólicos de la obra camusiana. “Pondré al centro de esta obra el admirable silencio de una madre”, declaró Camus. En su primer libro, “El revés y el derecho” escrito a los 22 años, ya está presente la paradoja de esa madre enigmática, silenciosa y lejana, llena de ternura y con la que intercambiaba solo pocas palabras, pues adolecía de un impedimento síquico que la impedía ir más allá.
En mis años mozos, cuando cursaba estudios de posgrado en Aix-en-Provence, leí con fruición y provecho la obra camusiana. Admiré su literatura, su pensamiento humanista. Supe que en 1959, y gracias al Nobel, él había adquirido una vieja mansión en el pueblito de Lourmarin, cercano al lugar donde yo vivía. ¡Cuánto hubiese deseado ir a visitarlo! Lástima, había muerto pocos años antes. Ya entonces, entre 1967 y 1968, cuando escribí el libro “Humanismo de Albert Camus” (y cuya segunda edición apareció en Quito, en 2015), profundicé en el alcance de la imagen materna en la obra de este escritor.
De ese libro al que la muerte dejó inacabado (imagen de todo lo que emprende el ser humano) extraigo, al azar, estas frases que guardan el ardor de lo vital y cierta heroica resignación ante la desdicha. Dice: “Para los pobres, el tiempo solo marca los vagos rastros del camino de la muerte”. “Para ella (su madre), la desgracia podía aparecer en cualquier momento, sin avisar”. Aserto y profecía aplicable a su propio destino.