En 1968, un año después de la publicación de ‘Cien años de soledad’, en la Editorial Sudamericana, un ejemplar pasó de mano en mano en Quito. Me lo prestó Francisco Tobar García y la condición fue que lo leyera inmediatamente. Tardé un día y una noche, porque no era posible detenerse. Me pareció que ese texto recogía muchos acontecimientos reales e imaginarios que hacían la vida del pequeño cantón en el que nací. Leer la novela fue convencerse, de una vez por todas, que se podía recuperar el mundo, con su encanto y su tragedia, mediante el arte de la escritura.
En 1970, la novela fue objeto de estudio de un curso que dictó el profesor Ignacio Sánchez, en el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá. En ese curso descubrí que la narración de Gabriel García Márquez era un escenario enorme que abarcaba el continente y tal vez el mundo, y en el que yo tenía un diminuto papel en el conjunto de millones de personas. En el curso se insistió en las influencias. Desde el Amadís de Gaula, las crónicas de los conquistadores españoles, hasta William Faulkner y tantas admirables creaciones literarias. Se discutió sobre las diferencias entre el realismo mágico y el maravilloso. Pensé que los acontecimientos extraordinarios de las narraciones de García Márquez eran tratadas como si fuesen cotidianas; la hipérbole se introducía en las acciones novelescas y, en mi exaltada visión de las cosas, muchas de esas acciones no eran distintas de las que yo había vivido.
Tiempo después pensé que yo no vivía una ficción, sino que el contraste artístico me hacía ver con alguna claridad la dolorosa realidad que motivaba las narraciones de García Márquez. En 1976, el ciclo doctoral de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, dirigido por Manuel Carrales Pascual S. J., dedicó un volumen a la obra de García Márquez. Contenía los trabajos de los alumnos, entre los que me contaba yo. Para entonces, la materia de Narratología hizo ver el admirable arte de la narración que poseía García Márquez. Todos sus libros, incluso ‘Ojos de perro azul’, su primer conjunto de cuentos, traían la impronta del genio del escritor colombiano.
La atmósfera de mi limitada percepción se pobló de almendros y alcaravanes, de coroneles y prostitutas, de ángeles y laberintos, de gente extrañamente auténtica. Por cierto, los hechos insólitos que ocurren a diario remiten al modo de reproducir el mundo del escritor de ‘Aracataca’.
Nos resta reflexionar, aunque la realidad se empeñe en decirnos otra cosa, sobre la enfermedad del olvido. Es decir, mientras seamos merecedores de la capacidad de leer, las obras de García Márquez serán el elixir para evitar el olvido. El autor se ha ido, pero el narrador omnisciente nos conducirá por las intrincadas dimensiones de la belleza, de la sensibilidad y del mundo que compartimos, para siempre.