El Sábado de Gloria fue día de resurrección para el matador de toros Mariano Cruz Ordóñez, que volvió a los ruedos tras dos años de ausencia y cuajó una labor de torería, pulso y arte incomparables.
Pese a la hostilidad del clima -el invierno descarga con fuerza en la Sierra Central- los espectadores llegaron a las aposentadurías de la plaza de toros Raúl Dávalos para copar casi la mitad de sus tendidos.
Se lidió un encierro de Trinidad de desigual juego y hechuras. Se destacaron dos ejemplares, los corridos en tercero y sexto lugares del orden de lidia.
Cruz Ordóñez se había desmadejado en soberbios lances de capa en su primero que se apagó y fue intermitente.
El segundo de su lote (el castaño que se ve en la foto) mostraba complicaciones y una dosis de genio que bien atemperó y definió la gran vara de Hernán Tapia. La emoción del brindis de su retorno la superó con hidalguía torera. Fibra, temperamento y ese arte propio e irrepetible dieron personalidad a una faena que tuvo pasajes magníficos por el pitón derecho y en la que supo mostrar y descararse por el complicado lado izquierdo. El mal manejo de la espada le privó de los trofeos pero la vuelta al redondel tuvo la certera sensación de la resurrección necesaria: Cruz Ordóñez ha vuelto.
Juan Pablo Díaz goza de la popularidad y cariño de su público. Contó con un lote disparejo y su marca fue la entrega y disposición pese a las carencias técnicas evidentes que se acusan por la falta de una actividad continua.
Pese al mal manejo de la espada -como sus demás compañeros de terna- Juan Pablo paseó una oreja benévola entre el aplauso generoso de los asistentes.
La tarde de toreros locales la cerraba el más bisoño, José Antonio Benítez. Un Ejemplar de bella lámina fue el tercero, que duró poco pero tuvo cuatro series más que aprovechables por ambos pitones. El sexto se mostró noble y repetidor de principio a fin y José Antonio juntó labor más entonada en pases de todas las marcas, en especial con la izquierda. Con la espada anduvo muy impreciso.
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