Mientras los aficionados de todo el orbe van a la cocina a llenar nuevamente el vaso, o a cumplir con la postergada visita al baño, un grupo de trabajadores sale al campo de juego. Son los jardineros más envidiados del planeta: les toca cuidar el césped de los estadios mundialistas, una rápida maniobra de diez minutos para alisar el gramado levantado.
En los partidos de Sudáfrica nadie descansa al medio tiempo. Las pantallas gigantes repiten las mejores jugadas y pasan por alto las acciones polémicas, una censura lógica. En los puestos de la Budwiser -única cerveza autorizada- las filas son una locura; la gente espera lo que sea con tal de conseguir una dosis del fermento.
Mientras el director técnico empeña los últimos retazos de voz en el camerino, explicando por qué todo salió mal, los vendedores de comida rápida preparan una tonelada de perros calientes (hot dogs) y hamburguesas. Casi no hay platillos africanos, es el mismo envoltorio occidental lleno de grasas trans que se consigue en el Santiago Bernabéu o el Yankee Stadium, como si la concesión para alimentos la hubiera ganado Pilón, el amigo come hamburguesas de Popeye.
Cuando los jardineros terminan de remendar el gramado, unas bailarinas de McDonald’s salen a dar ejemplo de amor al trabajo: hacen su numerito con vestidos diminutos, hasta en los partidos que están bajo cero grados. En el juego de Brasil-Corea del Norte, el más frío de los que se han jugado en Johannesburgo, un alma caritativa les tiró una bandera brasileña, pero ninguna la usó, seguro para no ofender a los norcoreanos.
Entretener a los aficionados en los tiempos muertos (de descanso) es un reto para cualquier deporte. El fútbol es particularmente difícil: solo hay una pausa, y es muy larga, porque 15 minutos pueden ser ‘eternos’.
En los deportes estadounidenses los paréntesis son mucho más breves, la mayoría no pasan de dos minutos, que alcanzan para poner la millonaria pauta en televisión y volver a tiempo para escuchar las últimas indicaciones del técnico en la pizarrita.
En el béisbol el problema es llenar 17 espacios, cuando los equipos se alternan para batear. Hacen de todo, como trivias, juegos de video y hasta la llamada ‘Kiss cam’: enfocan primeros planos de parejas, que deben besarse en pantalla gigante.
El Mundial no es muy pirotécnico en la pausa. Salvo las valientes bailarinas, no hay mucho qué observar. Y como estuvieron la mayoría de los partidos, tampoco hay mucho para comentar.
Las pantallas repiten anuncios, todos de excelente calidad, pero después de ocho partidos ya uno se sabe hasta el orden. Es bien sabido que las únicas producciones que la gente ve sin protestar, aunque se sepa los diálogos de memoria, son El Chavo del Ocho y Los Simpsons.
También pasan videos con ‘los mejores diez’ de pasados mundiales. Están los mejores goles de cabeza, y aparece el búlgaro Jordan Letchkov sepultando a los alemanes con su calva dorada en Estados Unidos 1994; los mejores tiros libres, un arte que no pasa de moda y que se disfruta igual en blanco y negro que a colores.
Después llegan los mejores goles. Pelé hace el sombrerito en la final de Suecia 1958; Michael Owen bailotea ante los argentinos en Francia 1998. Por último aparece la proeza de Maradona en el de México 1986.
La gente ya volvió a los graderíos, repleta de Budweisers, los jardineros guardan la pala y las bailarinas están pegadas a la calefacción. El árbitro va a pitar: viene el segundo tiempo y las acciones del más grande deporte.