Una perspectiva del Centro de Quito a través del gran ventanal de la sala principal de la casa de Guido Díaz.
Como dice el argot popular, en el mundo de la arquitectura y el diseño quiteños Guido Díaz Navarrete es más conocido que el pan. De ese pan que tanto le gusta y que es infaltable en sus desayunos y cenas cotidianas.
Profesor jubilado en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central (FAU), ex director del exFonsal (hoy Instituto Metropolitana de Patrimonio, IMP) de Quito, prestigioso arquitecto restaurador reconocido por su talento por sus propios colegas, maduro escritor de cuentos y novelas de buen corte, este quiteño nacido y destetado en el quiteñísimo barrio de San Diego hace 70 años siempre quiso tener una vivienda que reflejara sus concepciones y gustos.
Uno de esos gustos le es entrañable y no lo cambiaría por nada: ama el Centro Histórico de Quito. En el perímetro de sus 340 manzanas vive, trabaja y desarrolla la mayor parte de sus actividades extracurriculares. Esa pasión por el Centro ha sido la causante de sus grandes éxitos y de sus escasos fracasos. “Con decir que fue una de las causas para la separación de mi primera mujer, a la que nunca le gustó el sitio”.
Díaz en uno de los rincones que más le gustan: su estudio, que se asoma al jardincito de chifleras. Foto: Armando Prado/ Construir.
Por esa razón, cuenta con ese vozarrón que refleja su personalidad, buscó un terreno para levantar su casa con ‘palo de romero’, como dicen los quiteños. Al final lo encontró colgado de la ladera occidental del cerro Itchimbía y en otra de las barriadas que más le atrae: La Tola. Allí, limitando con la vereda occidental de la calle Valparaíso adquirió un pequeño lote de no más de 200 m², que se resbala hacia la calle Ríos con una pendiente importante.
Entonces se dio a la tarea de construir su vivienda con la morosidad más propia de un arqueólogo que de un arquitecto… aunque la arqueología también le mueve el piso, como muestra esa fantástica mesa central hecha de una vieja ventana quiteña en cuyo tablero se exhibe una primorosa colección de vasijas de la cultura Bahía, que recibió en pago por un proyecto realizado para un amigo.
La primera piedra fue colocada hace 20 años, rememora Florencia González, su cónyuge desde ese tiempo. Y empezó con el primero de los cuatro niveles de los 300 m² que conforma la vivienda actual. Luego se fueron aumentando pisos y estancias, según crecían las necesidades familiares, explica Florencia.
Un corte de su sala principal donde se ve parte del mobiliario y los cuadros que la adornan. Foto: Armando Prado/ Construir.
La concepción arquitectónica tuvo dos determinantes de diseño: la gran vista de la ciudad y la amplitud y luminosidad interiores. Eso explica los grandes ventanales que se abren hacia el occidente y permiten un gran paneo de la parte vieja de la ciudad, de El Panecillo y de las faldas del Pichincha, entre otros rincones.
El otro determinante, explica Díaz, fue el aprovechamiento de la luz interior que permitió, por ejemplo, incorporar un ‘pedazo de la ladera’ junto a la sala de lectura-estudio y la sala principal. Este rincón vegetal tiene doble altura, la cubierta abierta y permite el crecimiento de varias chifleras machos sembradas en, asimismo, enormes macetas.
“La primera plantita me regaló el pintor Nicolás Strogonov, quien vivía al frente y vio que nos faltaba algo para empezar la decoración interior. Las chifleras machos tienen la característica que no se abren mucho horizontalmente y solo crecen para arriba”.
El comedor es amplio e incluye dos mesas: la de comedor propiamente dicha y una redonda multifunción. Foto: Armando Prado/ Construir.
Decoración interior. Este componente lo resolvió Díaz echando mano de sus gustos por la madera, con la que trabaja casi en el día a día en su tarea reconstructora. La madera, en la casa de Díaz, está en todas partes, desde en las puertas exteriores hasta en el mobiliario de su estudio, la sala, el comedor, las escaleras, las pérgolas. Casi toda con su veta natural o lacada con gusto y en correspondencia con el color de las paredes. En estas, Díaz privilegió los colores propios de la tierra: terracotas, verdes oscuros, pasteles; que refuercen el concepto telúrico que tiene la casa.
La ladera del Itchimbía y otras como las de San Juan, La Magdalena o Rumipamba tienen fuerza histórica porque en ellas era donde se ubicaban las poblaciones preincaicas e incaicas. El centro estaba dedicado, principalmente, para las actividades ceremoniales y agrícolas, explica Díaz dejando que fluya su conocimiento ancestral. Y hay que creerle.