Con nostalgia recuerdo aquellos tiempos cuando almorzábamos en familia, volábamos cometas, íbamos de excursión por el bosque sin temor. Fuimos niños relajados. El tiempo nos alcanzaba para los deberes, merendar y hasta para ver el Chavo del 8. En Navidad, Semana Santa y, no se diga en las vacaciones “largas” visitábamos familiares, ingresábamos a algún campamento hasta que, cuando agonizaba el verano, queríamos regresar a clases. Qué distintos son los tiempos ahora: pequeños cumpliendo largos horarios en sus colegios, con terror de salir a la calle por la delincuencia, inseguros incluso dentro de sus casas. Chicos que ya no tienen el descanso necesario ni en fechas religiosas, que ya no ansían regresar a clases. Guiados por profesores desmotivados, agotados con años lectivos alargados, exámenes, lecciones, trabajos en grupo, notas y más notas. Criaturas con cargas demasiado pesadas para sus espaldas; con problemas de salud propios de adultos estresados, irritados porque ni siquiera alcanzan a reponerse con las necesarias horas de sueño. Todo enmarcado en un sistema educativo que se da de bruces contra principios pedagógicos, autoridades que desconocen o han olvidado lo delicada que es la labor docente responsable que involucra un desgaste físico, intelectual y emocional; que creen que añadiendo días al calendario escolar, trastocando los asuetos, aumentando horarios y evaluaciones van a lograr mejoras. ¿Cuándo abrirán los ojos y entenderán el daño que están causando a las familias y a la sociedad en general?