Esas venerables arrugas, que día a día van a colonizando el semblante de un padre, unidas a esos rasgos que nacieron con la geografía facial, como las vastas praderas de la gesticulación, el peñasco de la percepción con sus laderas meridionales, el altiplano de la inteligencia, las pequeñas y delicadas elevaciones de la sensualidad, la gruta de la elocuencia y la diminuta hondonada del sur, lindero, del austral cerro de la altivez, cerca ya del sobrio puente que le une, al continente corporal, más las dos cornisas septentrionales, custodias de las cuencas de la luminosidad, fuentes estas de las aguas de la emoción, que cual ríos caudalosos discurren por los surcos de la expresión, para perderse en los precipicios que circundan el accidentado paisaje facial.
Relieves estos que van convirtiendo al solemne rostro en una verdadera cordillera patriarcal, y es a este paraje, que con el pasar de los años de nubes grises se cubre, a donde aquel habitante silencioso quiere escalar, para en las praderas donde viven las arrugas, sempiternamente habitar, pocas veces suele llegar, por el ruido que contamina su solitaria y empinada expedición, y cuando lo hace, este habitante logra ascender, hasta las mismas fronteras donde se levanta la montaña del saber, que de nieve ha empezado a cubrirse, su antes, negra cima; cumbre desde la cual, su sabio aliento se esparcirá, hasta las faldas de la hidalga cordillera.
Ser intangible este, que algunos padres en su huésped permanente la convirtieron y bajo su tutela grandes obras realizaron; tiene seudónimo de mujer, alma inmaculada y virtudes que enseñar; la llaman sabiduría; todo padre debe cultivar, al menos un puñado de esta ciencia, y a sus hijos transmitir sus sabias enseñanzas.
Ortega y Gasset decía “un hombre en su vida debe desarrollar una pasión, si no lo hace, cuando las arrugas hayan poblado gran parte de su rostro, se enfrentara al peor de los trabajos forzados… mirar el paso del tiempo”.