Cuando uno quiere dejar de fumar, siempre dice que el cigarro que tiene en la mano será el último pero en el fondo sabe que no es así, hay últimas veces y últimas veces. Lo mismo le pasa a Correa cuando se prepara para decirnos un cuento, “este es el último” se dice a si mismo. El adicto sabe que la solución esta en él mismo, sabe que él es problema y en algún momento tendrá la fuerza suficiente para parar, sabe los riesgos que conlleva continuar.
El caso de Correa es diferente, es crónico, necesita de la ficción para vivir, decir la verdad es peligroso. Requiere una maraña de mentiras más grande que las primeras, dosis cada vez mayores para que surtan efecto en él, y para la legión de fanáticos que las necesitan para existir.
Cada vez que veía un truco de Correa en el fondo lo felicitaba por lo bien que lo hacía, sabía como hacer que todo encajara y se vuelva una obra maestra, una cifra, una fecha o personaje lo ajustaba sin empacho a su conveniencia. El país entero se tragaba todo como una jalea sin empalagarse.
De a poco todo cambió, repetían el mismo número una y otra vez, Correa ya no era tan hábil, sus palabras ya no encajaban, las cifras no cuadraban, había perdido el don y la cordura y el público empezó a despertarse. Cada vez lo hacía de una forma más burda y cínica, sus discursos se copiaban a si mismos y empezó hacer el ridículo, la magia se fue.
Todo fue un truco, los trajes caros, las lentejuelas, los maquillajes, las pelucas, la mujer barbuda, el enano, el hombre come cheques, pero la función debe continuar y para cerrar con broche de oro, Correa debe encadenarse, botar la llave y sumergirse en el cubo de agua y no salir nunca más, el público se merece un buen final ante el tamaño de esta ficción.
Ya llevo cuatro años sin fumar, ahora cada vez que veo fumar me da un asco terrible.