Pasteur descubrió la vacuna para la peste, la fiebre amarilla, la rabia, gracias a que consagró su vida a desarrollar estudios científicos que permitieron aislar los virus y bacterias que producían estas enfermedades, salvando millones de vidas. No obstante, cuando quiso encontrar la vacuna para el machismo, la enfermedad más devastadora de todos los tiempos y que padecen sin excepción todos los hombres que habitan el planeta Tierra, se encontró con un serio inconveniente, al ser esta una enfermedad del alma, no era producida por gérmenes microscópicos, en tal virtud no podían ser aislados, imposibilitando la creación de una vacuna convencional. Pero empezó a hurgar en lo más profundo de nuestra indescifrable mente humana, y descubrió algo asombroso… El primitivismo animal (instinto de dominación a la hembra) que subyace en cada ser humano (macho), era el causante de tan demoledor flagelo; el mismo que se manifestaba con comportamientos perniciosos, que oscilan, desde aquellos cotidianos e institucionalizados, a fuerza de disfrazarlos al extremo de tornarlos imperceptibles e inofensivos; pasando por aquellos que menoscaban la integridad psicológica de la mujer, hasta los más repudiables que degeneran en violencia física y muerte. Un día Pasteur despojándose de su inseparable microscopio, salió a dar un paseo por el bosque, fue entonces cuando embriagado por la soledad del lugar, experimentó, una revelación iluminadora, había descubierto la vacuna contra el machismo, esta tenía sus ventajas sobre las convencionales; no requería conocimientos científicos, ni microscopios, tampoco ayuda estatal, solo necesitaba ser elaborada, con partículas de lectura, música, deporte, pintura… etc., extraídas desde nuestro interior, el lugar donde mora la esencia de la vida; estas pasiones que están reñidas con el primitivismo animal.