En febrero de 1937 llegaron al puerto de Guayaquil después de una verdadera odisea los benditos restos del Santo Hno. Miguel que falleció en Premiá de Mar (Barcelona) el 9 de febrero de 1910. En octubre de 1936 la Cancillería ecuatoriana recibió del cónsul en Barcelona Colón Serrano la noticia de que una persona piadosa del lugar había recogido los restos profanados por la soldadesca roja que los había dispersado con la maligna intención de echarlos al mar.
El canciller General Ángel Chiriboga hizo un cable al mencionado cónsul ordenando que custodiara esos venerables restos. Había que reunir 400 dólares según este para poder embarcarlos en Marsella.
La comunidad Lasallana de Quito acudió al periodista Carlos Mantilla, Director de El Comercio y antiguo discípulo del ilustre académico cuencano en la escuela de El Cebollar. Con gran entusiasmo aceptó tomar la iniciativa para realizar una colecta popular. El 7 de noviembre de 1936, El Comercio, con grandes caracteres, anunciaba que los restos del Santo compatriota habían sido salvados; y era menester recabar una generosa contribución. Pero según el cónsul no alcanzaba a cubrir los gastos. Por ello, la superioridad Lasallana, de la casa generalicia situada en Roma cubrió lo restante.
El encargado del Poder Ingeniero Federico Páez, que también había recibido clases de francés del Hno. Miguel en un viaje a Europa, y el nuevo canciller Carlos Manuel Larrea que igualmente recibió las luces del saber del Santo educador, tomaron los medios necesarios para que el traslado de los restos (llegarán los primeros días de febrero de 1937), fueran apoteósicamente recibidos por el pueblo, que acudió multitudinariamente a la ciudad Guayaquil y en lujoso autoferro traerlos a la ciudad de Quito. En el trayecto la emoción popular se hizo presente, y no faltaron personas que atribuyeron favores e incluso curación de graves dolencias, después de haberlo invocado con fe y confianza.