Lo que provoca náusea de esta avalancha de corrupción que, como nunca antes en nuestra vida republicana, se va descubriendo, es la incoherencia devastadora entre los principios y el accionar que se pone en evidencia al ser gestionada, organizada, promovida y encubierta por quienes se autodenominan revolucionarios de izquierda, cuya doctrina proclamada es la obsesión por la igualdad entre clases sociales y la equidad de toda la población: “Gobernar con el pueblo y para el pueblo” es su lema.
Pero luego se descubre que sus mejores logros políticos son netamente personales; la riqueza súbita y descomunal sin apenas esfuerzo alguno; la fuga a los países del primer mundo para disfrutar a sus anchas de las comodidades y el bienestar que esos “perros capitalistas” han alcanzado por haber, supuestamente, explotado a los pueblos subdesarrollados en beneficio propio.
El nuevo revolucionario, lo que demuestra en el fondo, es que su ambición e interés personal está por encima de toda doctrina política (que bien le sirve de pantalla) condenando de esa manera, a toda la población -que dice defender- a una mayor pobreza y miseria existencial.
La austeridad e igualdad de la que hacen su bandera de lucha, está buena para los ilusos que les creen.
Estos predicadores que lideran sus revoluciones, en realidad lo que quieren, no es abolir los privilegios del mundo capitalista, sino transferirlos a sí mismos y conservarlos para siempre. Así pues, al final del cuento nos encontramos con que una élite reemplaza a otra que, generalmente, es peor que la anterior. Porque ninguno de estos cabecillas deja a su país en una mejor situación de cómo lo recibió.
A lo sumo se puede decir que el socialismo del siglo XXI ha logrado cierta igualdad, pero en la miseria.