Antes de que se ocultara el año 2017, retornó al seno del Padre un sapiente y virtuoso prelado, de brillante inteligencia y virtud, que vio la luz primera en la martirizada población de Pelileo (provincia de Tungurahua) que en agosto de 1949 fue azotada por un violento terremoto. Este rincón patrio había sido la cuna de gente de singular valía. Entre ellos descollará el prenombrado personaje, que desde niño sacrificó el cariño hogareño por los seminarios de formación sacerdotal.
Nuestro joven recibió el presbiterado cuando aún no tenía edad requerida para ser ungido como ministro del Señor en la orden sagrada. Eso también ocurrió cuando se buscaba para Guayaquil un obispo auxiliar. El Pontífice de la época, no tuvo reparo en aceptarlo para tan delicada misión en una urbe de importancia singular.
Transcurrido el tiempo, fue la ciudad de Ambato la que se benefició de los ardores de su celo como digno sucesor de Monseñor Bernardino Echeverría, futuro cardenal. En su biografía trazada por el académico Carlos Miranda Torres encontramos cuanto despertó su iniciativa para hacer una diócesis modelo en servicio de las personas especialmente carentes de los bienes de la fortuna.
Cabe destacar su don de lenguas, que despertó la admiración de obispos y cardenales, que no dudaban en tenerlo como intérprete. Monseñor Cisneros aprovechó de su paso por las universidades y centros de estudio, para asimilar los diversos idiomas.
Cuenca fue, antes de su retiro de la tarea episcopal, el centro de su proficuo apostolado y sapiencia por varios años. En la tierra del Santo Hermano Miguel, y desde la casa en que nació, convertida en curia, el arzobispo realizó un digno cometido que benefició a todos, de modo especial, a personas de humilde condición, sucesor como era de monseñor Alberto Luna Tobar.
La incansable pluma del prelado produjo un verdadero tratado de evangelización y de cultura literaria en los veinte y más tomos de sus mensajes pastorales y en otros escritos. También su voz resonó por la radio para animar a las multitudes a llevar auténtica vida cristiana. Precisamente, cuando se disponía a dar el postrer mensaje el Señor le llamó a la gloria.