Miguel Antonio Chávez, elegido por la FIL Guadalajara 2011 como uno de los 25 secretos literarios mejor guardados de América Latina.
Siempre fui pésimo para los números. Sin embargo disfrutaba los problemas de física, sobre todo, del cómo las series televisivas y películas eran una violación a mansalva de esas leyes (violaciones que, luego aprendí, se llaman “licencias”), e igual uno se torcía de la risa como tullido. Luego me fascinó la astronomía: de niño pude ver el cometa Halley con un telescopio adquirido por mi padrastro. Mi tercera novelería ahora es la física cuántica.
El espacio aquí sería muy reducido para intentar explicar cómo es que el bendito “gato de Schröedinger” esté medio vivo y medio muerto, ya que nuestro mundo tridimensional y burocrático no se rige por las bizarras y volubles “leyes” del mundo subatómico. Desde que el CERN creó el Laboratorio de Colisión de Hadrones (LHC) en el subsuelo de la frontera franco-suiza, y empezó–como los niños que hacen chocar las canicas– a colisionar partículas como una suerte de recreación del Big Bang, ninguna noticia ha causado más revuelo que el descubrimiento de una partícula, el bosón de Higgs, que aparentemente viajaría más rápido que la luz. Se trata, dicho sea de paso, de la mal llamada “la partícula de Dios”, debido a que alguien la había denominado primero “goddamn particle” (“partícula de mierda”, por lo jodido que ha sido siempre hallarla) pero luego por autocensura cambiaron el “goddamn” por “God” (Dios).
El LCH es el Galileo de la actualidad. Si la comunidad científica –esa que cuando se obsesiona por defender intereses propios puede llegar a ser tan atroz como los fanáticos religiosos– ve que es inevitable invalidar a Einstein, tampoco creo que sea el acabose, salvo por los trillones de jaquecas para el alma máter. Al fin y al cabo Ptolomeo también estuvo equivocado, y aun así un cráter lunar lleva su nombre. Asimismo otro cráter lleva el del viejito kosher de cabellos alborotados.
Tanto la literatura como la física cuántica parten de incertidumbres y generan paradojas tales que damos gracias al cielo por poder escribir, sino sucumbiríamos ante la esquizofrenia. Quién sabe si algún día uno de mi gremio comete apostasía sacándose el ropaje Madame Bovary y poniéndose el de Madame Curie. Si lo hace, espero que tenga el espíritu de Stephen Hawking, para quien las mujeres son un completo misterio, más que los agujeros negros.