Mayo de 1968, Paris, Francia. El líder estudiantil Daniel Cohn-Bendit da un discurso. Foto: Wikicommons
El Mayo Francés fue mucho más que un grito desesperado de los jóvenes pidiendo una reforma de la educación, mayores libertades individuales y mejores condiciones para los trabajadores. “Mayo representa el único y el último momento en que una sociedad, casi por completo, detuvo la maquinaria de su vida cotidiana, salió a la calle y liberó la ‘palabra’ que llevaba prisionera en su seno, aplastada por décadas de silencio y rutina”, escribió la profesora española Patricia Badenes Salazar, autora de ‘La Estética de las barricadas‘.
Y todo esto se tradujo en arte popular expresada en grafittis escritos en las paredes de las universidades, teatros y fábricas tomadas, así como carteles creados e impresos por los alumnos de la facultad de Beaux-Arts (Bellas Artes) de la Sorbona. París abrió la canilla de la imaginación y se dejó volar por dos meses (el mayo, en realidad fue mayo y junio). Fueron los sesenta días que sacudieron al mundo y su arte.
En principio, se trató de una primavera inusitadamente agradable, con temperaturas altas y noches templadas que invitaban a estar en la calle. La magia de ese tiempo fue descripta por Claude Mauriac, un secretario del gobierno del general De Gaulle, de esta manera: lo que era fabuloso, en Mayo, era la atmósfera, el aire. Aquellos que no lo han conocido no lo pueden comprender, y siempre les faltará haber vivido esta experiencia (1976). Todo espacio común se convirtió en lugar de encuentro. Cada esquina, cada plaza, cada café fueron una tribuna y un centro de expresión.
“Hablen con sus vecinos”, decía una de las frases más recurrentes en las paredes de los barrios. Y no fueron sólo los estudiantes y los trabajadores los que salieron a expresarse sino que, precisamente, la novedad estaba en que el clima de la revuelta hizo posible que mucha gente común saliera a la calle y hablara de sus problemas con otras personas que no conocía pero con las que compartían sus mismas angustias. Y de la calle se pasó a los grandes centros culturales donde se registraron verdaderas maratones de discusión.
El centro Censier, la Escuela de Bellas Artes, todos los auditorios de las facultades de la Sorbona y el teatro Odeón fueron lugares de populosas asambleas y debates de intelectuales. Gente que nunca antes había participado de un acto de este tipo ahora se animaba a levantar la mano, pedir la palabra y expresarse como si todos los que estuvieran allí fueran sus amigos de la escuela. “Tengo algo que decir pero no sé muy bien qué es”, decía una pintada en el Censier. El sociólogo Jean-Pierre Le Goff describe ese sentimiento colectivo en su libro ‘Mai 68, l’héritage impossible‘ de 1998:
“Lo que se decía en el caos, la incoherencia y la contradicción, estas declaraciones de principios y estas proezas, estas confesiones y estos llamamientos al pueblo, sólo tenían significado y valor para aquél, o aquélla, que estaba hablando. Incluso llegué a ver que el placer aumentaba, como en el circo, a medida que aquello que se decía se volvía más incoherente, más absurdo, más vertiginoso, ejercicio sin red en el que la demencia habría sido la más extrema de las audacias. Es en el instante en el que el actor se volvía lo más inconsecuente, lo más irracional, lo menos dueño de sí mismo y de su discurso que los aplausos estallaban, como si testimoniaran así la pureza y la inocencia de su estado y de su discurso“.
A todo esto hay que sumarle un elemento central que era el férreo control informativo del gobierno gaullista, muy en particular en la recientemente creada mass media: la televisión. Era un medio relativamente nuevo y que gracias a la expansión económica de la posguerra se había popularizado en forma muy rápida. Para 1968, el 70% de las familias francesas tenían un televisor. De Gaulle compendió muy pronto que se trataba de un medio de gran poder. Sus mensajes y su figura, ahora, podían llegar hasta el living de los ciudadanos “en vivo y en directo”. La radio lo había convertido en un héroe cuando llamaba desde Londres a la Resistencia contra la invasión nazi. La televisión lo hizo más humano, lo acercó a los franceses. Y eso le dio un poder que no había tenido hasta entonces ningún otro líder que hubiera llegado al Elysée. Durante los días de la revuelta, De Gaulle aparecía de improviso en las pantallas para dar elaborados discursos con los que pretendía devolver la calma al país y asegurar que su gobierno tenía la situación bajo control. Los estudiantes también entendieron el poder que había adquirido el general y lo plasmaron en uno de los carteles que pegaron por el Barrio Latino. Mostraba a De Gaulle abrazado a un televisor y se leía: La voix de son maître (la voz del amo). Ese mismo sentido tuvo la pintada que apareció en Naterre: “No es una revolución, majestad. Es una mutación”.
No era apenas sacarse de encima de De Gaulle y el antiguo régimen; se trataba de modificar genéticamente a Francia y el resto del mundo.
Desde 1963, regía una velada censura de los medios electrónicos a través del Servicio de Enlace Interministerial para la Información. El ministro de Educación, Alain Peyrefitte, se reunía junto a otros funcionarios con periodistas de radio y de televisión para “coordinar” la difusión de la información oficial. Se había impuesto un carré blanc o rectangle blanc (cuadrado o rectángulo blanco) que tapaba escenas “inconvenientes” y aparecía cada vez que los censores consideraban que se trataba de alguna imagen violenta o con contenido sexual. Los estudiantes del 68 protestaban contra esta censura dibujando a la Marianne, el símbolo de la República francesa, con un carré blanc tapándole el seno que imaginó Eugène Delacroix en 1830 cuando pintó La Libertad guiando al pueblo. El gobierno aprovechó este mecanismo de censura para minimizar la revuelta de los estudiantes.
El 10 de mayo, el programa de la televisión Panorama fue levantado cuarenta y cinco minutos antes de que fuera al aire porque iba a emitir una serie de entrevistas con los líderes de la revuelta. Tres días más tarde, cuando se había producido una de las manifestaciones más grandes desde la Liberación y que habían sacudido a todas las grandes ciudades del país, el tradicional noticiero de la noche que se emitía a las 20 horas, sólo mostró noventa segundos de video sin audio y con el locutor diciendo que en París se habían congregado “unas cien mil personas”. La respuesta de los estudiantes fue un cartel donde se veía a un comando del CRS (la infantería de policía) delante de un micrófono dando la información de lo sucedido. Abajo se podía leer: “La police vous parle tous les soirs à 20hs” (la policía va a hablarnos todas las noches a las 20).
El martes 7 de mayo salió a la calle el primer periódico de la revuelta. Se llamaba Action y estaba dirigido por Jean Schalit, venía de una familia de editores y había abandonado recientemente su militancia en el PC por disidencias con su postura en la Guerra de Vietnam. La información se centraba, por supuesto, en los acontecimientos del levantamiento francés y los movimientos similares en todo el mundo. También difundía los trabajos de los filósofos que habían inspirado a los estudiantes, Wilhelm Reich y Herbert Marcuse. Estaba escrito en un tono juvenil y muy agudo. Las ilustraciones seguían, en cierta manera, la estética de los carteles de los estudiantes.
Un número memorable mostraba en su tapa la cabeza De Gaulle construida con ladrillos y de la que salía un brazo revolucionario que rompía esa pared. El título decía: Demain la parole est á nous (mañana la palabra será nuestra). La tapa se imprimía en rojo y negro. En el interior estaban los dibujos satíricos de Wolinski y Siné, que se hicieron muy populares. Action tuvo un éxito inmediato con una venta promedio de 30.000 ejemplares por día pero, como mucho de lo que sucedió en ese mayo, tuvo una vida efímera y dejó de editarse en junio del año siguiente. Otra revista que surgió en esos días fue L’Enragé (el furioso), más radicalizada y cercana a los groupuscule (pequeños grupos de la izquierda extraparlamentaria) que vendían directamente los estudiantes por los barrios mientras pedían solidaridad con el movimiento.
Del primer número se llegaron a vender más de 100 000 ejemplares y se hicieron 12 ediciones. En la tapa recomendaban usar el periódico para taparse de los gases o para encender las mechas de las molotov.
Pero la forma más creativa para comunicarse que tuvieron los estudiantes del 68 fue con sus grafittis, pintadas y carteles. En esos dos meses de la revuelta se produjeron más de quinientos afiches y cuatrocientas consignas pintadas en las paredes de las calles, universidades y fábricas. Ya existía una gran tradición en Francia de producir carteles para difundir las ideas políticas. Había sucedido en los anteriores levantamientos de las comunas de 1848 y 1871. Aunque nunca con la imaginación y la creatividad alcanzada en 1968. En forma muy rápida y eficiente una enorme proporción de la población podía acceder a las ideas de los estudiantes. Con la toma de la Sorbona, el anfiteatro Edgar-Quinet se convirtió en el centro de discusión de los estudiantes de arte, pintores y hasta marchands. En el medio de una de estas charlas, un grupo de estudiantes propuso poner todas esas ideas en práctica y tomar el taller Brianchon de la universidad para producir carteles revolucionarios. La iniciativa se concretó en minutos y cientos de estudiantes de arte y muchos de sus maestros se pusieron a hacer litografías, que era la técnica para la que tenían todo preparado. Bautizaron al lugar como Atelier populaire y en la puerta colocaron un gran cartel que decía: “Taller popular sí, taller burgués no. Trabajar en el Taller popular es apoyar al gran movimiento de los trabajadores en huelga que ocupan sus fábricas contra el gobierno gaullista antipopular”. Se trabajaba día y noche y a los estudiantes se sumaron algunos de artistas consagrados. Allí estuvieron varios de los artistas latinoamericanos que estaban estudiando en ese momento en París.
Guy de Rougemont, un pintor francés conocido en ese entonces, propuso dejar la litografía y comenzar a imprimir serigrafías que les permitía trabajar en forma más rápida y con elementos más baratos. Pasaron de producir 15 o 20 carteles por hora a 60. Se trabajaba toda la noche y a primera hora de la mañana, los estudiantes que habían descansado se organizaban para ir a pegarlos por toda la ciudad y enviar ejemplares a sus compañeros del interior del país. La imagen más reconocida y difundida salió de una famosa foto impresa en varios diarios en los primeros días de la revuelta en la que se ve a Daniel Cohn-Bendit, sonriente y desafiante, enfrentando a un agente de la CRS. También expresaban una forma distinta de ver el arte. Frases como “La pintura hoy se hace con adoquines” y “Las únicas esculturas modernas que conozco son las barricadas” aparecieron en las pintadas dentro de la Sorbona.
En general, los carteles no mostraban personajes en concreto -un agente del CRS sin rostro, la multitud, un estudiante- con la excepción de Cohn-Bendit. Pero la figura predominante fue la del general Charles de Gaulle. Su figura protagonizó los posters que denunciaban la “intoxicación” de los medios de comunicación, la manipulación política y la brutalidad policial. Uno de los más célebres fue el que lo retrataba con la frase “L’État c’est moi” (el estado soy yo), recordando lo dicho por Louis XIV. En otro, le respondían a un concepto que había expresado De Gaulle en un francés antiguo: “La réforme oui, la chienlit non”. La frase significaba que la reforma era posible pero “la mascarada de carnaval, el caos, el zafarrancho” no. “La Chienlit c’est lui!” fue la frase impresa sobre el relieve tan característico del viejo general con su gorra militar que al día siguiente empapeló todo París. También los graffitis se ensañaban con el Presidente. Uno de los más destacados fue el que quedó pintado en una pared del liceo Condercet. “Vive De Gaulle. Signé: un français masochiste”. La frase que la resistencia pintaba durante la ocupación “Viva De Gaulle”, ahora era firmada por un “francés masoquista”.
Un joven tirando adoquines durante los enfrentamientos con la policía. Foto: Tomada de Infobae
Pero la imagen más odiada que aparecía en los trabajos de estos artistas era la de los agentes de la policía antidisturbios, la CRS, que protagonizaban la represión más dura contra los estudiantes y los obreros. El más simple y que más daño le hizo a la reputación de la policía fue el que mostraba a un CRS en posición de ataque con la máscara antigas, el escudo de defensa, el largo palo con el que pegaban duros golpes y su característico casco con la inscripción SS de los nazis en el escudo. La pintada “CRS = SS” fue una de las más recurrentes.
En la entrada del teatro Odeón se podía leer un cartel que decía “CRS qui visitez en civil, faites très attention à la marche en sortant” (A los CRS que entran de civil, tengan cuidado con el escalón al salir). Una humorada muy fina que contenía una amenaza velada para los policías que se infiltraban entre los estudiantes. También estaban las consignas contra la CGT que respondía al Partido Comunista y que no daba ninguna confianza a los estudiantes maoístas, anarquistas y trotskistas. En la Sorbona había un cartel grande que decía “Les syndicats sont des bordels” (Los sindicatos son burdeles) y otro en el que se veía a De Gaulle ahorcado de la “T” de las siglas de la central obrera (CGT). Otro de los carteles más destacados es el que apareció en los primeros días de la revuelta y en el que se mencionaba por primera vez “Mai68″, comprendiendo el momento histórico que se estaba viviendo, mostraba el perfil de una fábrica con una enorme bandera flameando encima, todo en rojo fuerte, y la consigna “Début d’une lutte prolongée” (Comienzo de una lucha prolongada).
“Prohibido prohibir”, consigna del Mayo Francés. Foto: Wikicommons
Y, por supuesto, estuvieron las famosas frases que todos conocemos y que definieron lo sucedido en esos meses de mayo y junio en Francia y lo que siguió en todo el mundo como “Prohibido prohibir”, “La imaginación al poder”, “Sean realistas, pidan lo imposible”. Estaban inspirados en los postulados de la Internacional Situacionista (IS), una organización de artistas e intelectuales revolucionarios creada en Italia en 1957 y entre cuyos objetivos estaba el de acabar con la sociedad de clases y el capitalismo.
Para los situacionistas el arte no es una actividad separada de la vida, para ellos la vida debe “convertirse en arte” mediante la creación de situaciones con las que el individuo se desligaría de la esclavitud de la vida en el capitalismo y alcanzaría la libertad. Nada de eso sucedió. Lo que alcanzaron fueron las paredes de los magníficos petit hotel de las grandes capitales.
Muchos de los afiches que contenían estas frases pronto se convirtieron en íconos de las artes y en pocos meses terminaron adornando los departamentos más lujosos de París, Londres y Nueva York.