En días pasados me invitaron a Riobamba para un foro organizado por mujeres indígenas de Chimborazo. El tema fue la relación y las perspectivas de los movimientos sociales frente al Gobierno.
En una de las intervenciones, y a propósito del asunto del cambio climático global, Delfín Tenesaca, dirigente indígena de Chimborazo, advirtió sobre las muertes que están ocurriendo como efecto de la crisis ambiental: muere la naturaleza, muere el ser humano y mueren los saberes, tres elementos fundamentales e irremplazables para mantener, desde una cosmovisión andina, el equilibrio de la vida.
El hombre solo puede manifestar su amor por la naturaleza a través del conocimiento heredado de ella o en una interacción armónica con su entorno.
Al otro lado del espejo, en Copenhague, las gigantescas corporaciones transnacionales preparan sin ningún remordimiento el fracaso de la próxima cumbre sobre cambio climático. ¿Tendrán estos entes poderosos un mínimo de sensibilidad para captar un discurso tan diáfano como el del equilibrio de la vida? ¿O más bien seguirán elaborando planes “alternativos” para responder a los eventuales cataclismos ambientales, basados en la incierta teoría de la adaptabilidad tecnológica?
Hasta ahora, la mayoría de las previsiones sobre cambio climático han sido tan aleatorias e imprecisas como una ruleta. Sin embargo, todavía estamos en manos de líderes y empresarios devotos de la capacidad ilimitada de la humanidad para adaptarse a cualquier situación, y fanáticos de las virtudes milagrosas de la tecnología. Confían ciegamente en que la ciencia encontrará respuestas oportunas e inapelables a cada una de las externalidades de un sistema que hace rato se salió de quicio.
Al mismo tiempo se generaliza un discurso que confiere a la naturaleza un cierto temperamento caprichoso, con lo cual se busca exorcizar los demonios de la responsabilidad humana.
El clima está loco, se pregona, con la misma facilidad con que se llama a vencer a la naturaleza en su arbitrario empeño por amargarnos la vida. Consciente o inconscientemente se da pábulo a esas absurdas versiones futuristas que creen en la posibilidad de sobrevivir a punta de gigantescas cúpulas de policarbonato y megaciudades subterráneas en un planeta devastado. ¿Se preguntarán estos adalides de la soberbia tecnológica si el colapso ambiental puede provocar efectos no solo insospechados sino incontrolables, aún desde su cómodo y seguro aislamiento? El problema central es que esta hermosa y descomunal nave en la que todos viajamos está conducida por pilotos embriagados de codicia. No hay que bajarlos, como algunos sugieren; solo hay que quitarles el volante.