Cuando Lula da Silva venció, por primera vez, en las presidenciales de Brasil, en el 2002, había un escenario de escepticismo y cargado de dudas. El gigante sudamericano, literalmente, tocaba las puertas, no del infierno, pero sí de algo sombrío.
En el balance general, al cabo de dos períodos del exobrero y sindicalista en el Palacio de Planalto, la cifra de pobres en el país se redujo en unos 30 millones, según la Fundación Getulio Vargas. Un logro que no ha permitido amortiguar los impactos de los escándalos de corrupción en la doble administración del líder del Partido de los Trabajadores y de la sucesora de este, Dilma Rousseff.
Trece años después del desembarco de Lula, un fantasma similar al que en ese entonces planeaba sobre Brasil recorre ahora la geografía del sur de Europa. En especial, se centra en Grecia, donde acaba de vencer en los comicios Alexis Tsipras, cabeza del partido de izquierda radical Syriza. Un fantasma que amenaza extenderse también sobre España, donde la agrupación Podemos -dirigida por el profesor universitario Pablo Iglesias, un consejero del fallido chavismo de Venezuela- ha ganado apoyos en el electorado, e incluso en Portugal.
¿Por qué se produce esta acometida de movimientos políticos con ideas radicales en el Viejo Continente? La razón pareciera sencilla de entenderse: los electores ya están hastiados de las pésimas administraciones de los así llamados partidos tradicionales. En el caso griego, la tragedia de los malos gobiernos ha sido protagonizada por el hasta hace poco todopoderoso Partido Socialista Pasok y por los centro-derechistas de Nueva Democracia. Uno y otro son responsables de la crisis. Las mismas líneas pudieran aplicarse para lo que ocurre en la España del PSOE y del Partido Popular (PP).
Ahora queda por verse si el resultado de las recientes elecciones en Grecia tendrá un ‘efecto dominó’ en Europa. También si Tsipras se embarca en la izquierda progresista o en aquella neopopulista.