No he tenido acceso al libro de memorias que acaba de publicar George W. Bush. Quizás nunca logre acopiar la indolencia suficiente como para leerlo. Por ahora me bastan unas pocas declaraciones suyas, en las que admite olímpicamente que autorizó la aplicación de torturas durante su gobierno, para comprender la verdadera esencia de quien en su momento fue el hombre más poderoso del planeta.
Se trata de la consagración del cinismo político, un auténtico carpado hacia el pasado más oscuro. Es la aceptación formal del suplicio como escarnio individual, el regocijo del poder con el castigo corporal, la resurrección de la Santa Inquisición. Es la redefinición del cuerpo como objeto final del castigo, en la más aberrante concepción religiosa sobre la impureza de la carne. Es la actualización de la espeluznante descripción con que Michel Foucault inicia su célebre obra ‘Vigilar y Castigar’: en 1757, Robert-François Damiens, acusado de regicidio, fue quemado, torturado y descuartizado a muerte en una plaza de París. La sevicia y el ensañamiento convertidos por autoridad de la ley en un espectáculo público.
También en nuestro país contamos con algunos inquisidores criollos, que quieren ejercitar sus más íntimos ardores oscurantistas. La legislación antiterrorista con la que hoy se está juzgando una serie de actos, desde el más primario y absurdo vandalismo hasta la protesta social y la disidencia política, nos remiten a un plano medioeval de la justicia. La figura jurídica del terrorismo se parece demasiado a la figura jurídica de la herejía como para pasarlo por alto.
En ese entonces, todo aquel que discrepara con los dogmas oficiales era enviado a la hoguera. En realidad, ardían quienes eran considerados incómodos para el poder. Tal como se pretende hacer ahora, y tal como lo hace el ex presidente Bush, todo exceso se justificaba con una argumentación sacralizada de la política: la defensa del orden cristiano amenazado por el demonio, o de la seguridad de la nación amenazada por el fundamentalismo islámico, o de la patria amenazada por los espectros de siempre. La apelación a los intereses supremos no admite cuestionamientos: son verdades absolutas, inapelables, infalibles, intangibles e imperecederas.
Demasiado hemos leído sobre la subjetividad y la arbitrariedad que se agazapaban detrás de la solemnidad del Santo Oficio como para permanecer impasibles frente a sus distintas formas y estilos de reedición. Nuestros sabios jurisconsultos, que diseñaron y montaron estos reencauchados instrumentos de estigmatización y criminalización de la acción de protesta, deben compartir con el señor Bush la condena de la indignación pública.