El brutal asesinato de un líder de la extrema derecha, Eugene Terreblanche, ha removido una vez más los cimientos de una nacional multirracial.
El presidente Jacob Zuma se preocupa, y con razón, por las sombras que pueda arrojar este acto violento sobre el primer Mundial del fútbol que se celebra en tierra africana. El asesinato vuelve a abrir esa vieja herida que nunca ha llegado a curar del todo en una sociedad que tan solo hace 16 años abolió el apartheid.
Y amenaza además la imagen de una Sudáfrica pacífica y reconciliada, que pretende atraer a miles de turistas de cara a la gran fiesta del balompié en junio y julio. Cuando dos jóvenes trabajadores mataron con un machete y un palo, según la policía, al granjero ultraderechista de 69 años, probablemente no tenían ni idea del terremoto político que podían desencadenar.
Los jóvenes, de 15 y 21 años, cerraron su disputa con Terreblanche sobre su salario de la misma forma que se solventan muchas disputas en el país: con violencia. La tasa de asesinatos en Sudáfrica es entre el 20% y el 30% más alta que en Europa occidental.