Redacción Siete Días
¿Cuándo se enteró usted de que su hija Carla tenía síndrome de Down?
Al principio no sabía qué pasaba. Mi esposo y mis hermanos actuaban raro. Al siguiente día de su nacimiento, me lo dijeron y no sabía qué era, pero con el tiempo pensé en cómo sacarla adelante.
¿Sospechó algo por sus rasgos diferentes?
No. La veía normal como a cualquier otro bebé, chinita, pero yo también tengo así los ojos. Comenzó a lactar sin problemas, era prematura, nació a los 8 meses. Pesaba 4 libras.
¿Qué sabía del síndrome?
Antes se usaba una palabra muy fuerte para llamarlos, no me gusta repetirla: mongolitos. Me suena a un fenómeno, deforme. Mi hija no es así, tiene retraso mental.
¿Temía que no se integre?
Siempre pensé en cómo ayudarla a integrarse. Tuvo terapistas desde los 2 meses de edad; Feliza, chilena especializada en problemas cerebrales, y Ruth Acosta, en lenguaje. Luego tuvo entrenadores físicos, para enfrentar su hipotomía o disminución del tono muscular. Mi tarea fue enseñarle a gatear en una alfombra, cuando regresaba de la guardería. Aprendió a caminar al año y siete meses.
En la calle, ¿cómo enfrentaba las miradas de la gente?
En la calle sentía las miradas de la gente, pero creo que Dios me daba la fuerza. Me dolía el corazón, pero salíamos a todos los lugares. No como muchos padres que por esconder a sus hijos han atrofiado su crecimiento. A los 8 años, en un centro comercial, sin temor le preguntó a una viejita por qué usaba una muleta…
¿Su hija, de 26 años, sabe que tiene el síndrome?
Sí. Cuando tenía 18 años, la dejábamos en la piscina de El Batán, donde se quedaba dos horas. Me había contado que un niño le molestaba diciéndole que no podía regresar sola a su casa, en La Granados, porque tenía un problema. Un día decidió enfrentar eso y cuando fuimos por ella ya no estaba, regresó caminando. Carla me dijo: “A este niño alguien debe haberle dicho que tengo síndrome de Down”. Ella ha sido criada con la idea de que es diferente, pero que puede hacer todo.
¿Por qué no escogió un plantel para niños regulares, donde integraran a su hija?
En las conferencias coincidían en que no era indispensable que fueran a un centro especial. Pero otra cosa es vivir la realidad. Entonces no había muchos con apertura para recibirlos. Los acogían y no se interesaban por enseñarles, los dejaban libres, si querían se quedaban en clase si no, podían salir. Les puede afectar que sus compañeros pasen de grado si no les explican por qué.
Carla lleva nueve meses trabajando como asistente de la recepcionista en la Universidad Tecnológica Equinoccial. ¿Está incluida o integrada a sus compañeros?
Antes tuvo más ofertas de trabajo y a mí me daba miedo. Pero Carla me decía: “Déjame, yo puedo defenderme, enséñame a tomar un bus”. Me decidí y ha demostrado que puede. Sus compañeros no la hacen de menos, le hago tantas advertencias y ella me dice: “Yo puedo, yo voy a varios departamentos en la ‘U”. Ellos le hacen sentir parte de la oficina. No está relegada si hay un cumpleaños, fiesta de Navidad…
¿Qué ha aprendido de eso?
Tenía falencias en la lectura y hoy lee los folletos que debe enseñar a los estudiantes. El otro día íbamos de viaje. Mientras conducía, el papá le preguntó qué hacía y Carla le dijo que revisaba qué créditos podría estudiar. Quizá pudiera ser algo de Gastronomía, Informática.
¿Muchos tratan a estos chicos como niños por siempre?
No hay que tratarlos así. Le digo ya eres una señorita, tú me lo dices varias veces… Debes saber comportarte, no ser impertinente, bañarte sola, ahora aprende a maquillarse y a peinarse bien sola. No sabe manejar el dinero. Nosotros no somos normales sino regulares, ellos son especiales, no discapacitados. Todos tenemos una discapacidad: lentes, un dedo menos, no podemos conducir.