Toda la discusión sobre el combate a la inseguridad ciudadana está centrada en las reformas legales y constitucionales. Es la salida más rápida y la que rinde mayores réditos, pero será, de lejos, la menos efectiva. Es atractiva porque reverdece las ideas de la refundación y de la democracia directa, pero deja de lado los problemas de fondo.
Cambiar algunas normas puede ser relevante siempre y cuando se parta de un plan nacional de seguridad que involucre a la comunidad y que signifique un giro real en el manejo de las instancias que están fallando. Es imprescindible contar con un sistema de información unificado, y es necesario revisar qué está pasando en el control y la prevención del delito, su investigación, su juzgamiento y sanción, el cumplimiento de las penas y la rehabilitación.
La reforma policial está a medias y se complicó con la insubordinación; contar con las Fuerzas Armadas para controlar el orden público no es la salida para el mediano plazo. En cuanto a la Fiscalía y a la Función Judicial, es imprescindible acabar de una vez con su dependencia política y su carácter provisional.
También es necesario saber por qué ha fallado el Ministerio de Justicia, creado hace tres años para coordinar el trabajo de todos los “operadores de justicia”. Hacer otra reforma sin asegurarse de que las instituciones funcionen no tiene sentido, pues solo repetirá un esquema de concentración que no ha servido.