Caminaba por la avenida Naciones Unidas (norte de Quito) en dirección a un centro comercial y, sin darme cuenta, tres desconocidos me interceptaron para asaltarme. Eran dos mujeres y un hombre, tenían tatuajes en la cara y, a mi modo de parecer, estaban mal vestidos.
[[OBJECT]]En pocos minutos, porque para mí fue todo tan rápido, me robaron el sueldo que había cobrado ese día (USD 350). Era un miércoles, como a las 18:00, y siendo una calle tan transitada nadie me ayudó. Incluso un guardia que se encontraba en la avenida vio cómo me sujetaron con fuerza y me pusieron un pico de botella en el cuello, pero prefirió no meterse y se escondió en la garita.
Luego del asalto, una de las desconocidas sacó una moneda de un dólar, la arrojó al piso y me dijo: “toma para el pasaje”. Con ese dinero tomé el bus y regresé a mi casa, en el sur de la capital, donde vivo con mi esposo. Apenas llegué, aún nerviosa, le conté lo que me sucedió. Ese no ha sido el único robo que he sufrido; en otra ocasión me robaron USD 200 que tenía guardados en mi cartera.
Recuerdo que aquella vez regresaba a mi casa en el autobús y tenía la cartera apretada contra mi pecho porque el vehículo estaba completamente lleno.
Para mí, el delincuente se aprovechó de que mi bolso tenía unos broches a los costados y supongo que por ahí metió la mano para sacarse las cosas.
El dinero que se llevó ni siquiera era mío, era de mi prima, quien vive en el exterior y me lo envió en esa oportunidad para que le pagara la cuota del departamento que se había comprado recientemente en el país.
Por suerte solo eran USD 200 y no los USD 3 000 que me había enviado en un giro días antes. A mi esposo también le asaltó un desconocido, que le robó amedrentándolo con amenazas.
El delincuente le dijo: “Dame toda la plata que llevas si no quieres que te quite el vehículo”. Mi esposo obviamente hizo prevalecer las prioridades y gracias a Dios las cosas no pasaron a mayores.