Sucedió el último sábado de noviembre del 2010. Llegue como todos los fines de semana a comer un cebiche en un restaurante en la zona alta de Manta.
Estuve acompañado de mi hija de 16 años. Mientras hacíamos el pedido todo era normal. Cuando el mesero se retiró con la orden empecé a conversar con mi hija.
Estábamos en una mesa desde donde se puede mirar hacia la calle. Cuando de pronto llegaron dos sujetos jóvenes de tez blanca.
Se transportaban en una moto. El que manejaba llevaba casco en la cabeza, el copiloto se bajó y mostraba una arma de fuego. Entonces pensé este llegó a matarme, el alma regresó a mi cuerpo cuando me dijo: dame el Black- Berry. Sin ninguna resistencia le entregue el teléfono celular.
Todo duró máximo 20 segundos, como se percataron que tenía otro celular regresaron y también lo robaron. Mi hija también tenía su celular pero no se lo llevaron.
Mientras el robo sucedía, cuatro clientes más que estaban en el restaurante no se percataban de lo que estaba sucediendo, ni el dueño del local que estaba en el mostrador se dio cuenta.
Era la primera vez que me asaltaban y más aún con mi hija presente. Un celular se puede volver a comprar, pero que alguien te apunte con un arma y que después te pida el celular es terrible.
Vivimos en una ciudad donde se escucha que cada día matan por mínimas cosas. Por eso digo que salí bien librado. Hay que seguir trabajando, pero cuando uno esté en lugares públicos no hay que exhibir los ‘juguetes’ electrónicos. Por suerte denuncié el robo y el celular fue bloqueado para que no pueda ser utilizado.
A pesar del robo he seguido visitando el restaurante, mi hija desde entonces me dice que hay que saber dónde se llega a comer, pues ahora al parecer ningún lugar es seguro. Desde el día en que me robaron los móviles no los llevo ni en la cintura ni en la mano. Esto es como si estuviésemos llamando a los delincuentes para que nos roben o nos hagan daños. Hay que cuidarse.