El año pasado, 16 221 mujeres reportaron violencia de género en las comisarías de la mujer de Guayaquil. En las dependencias de Quito lo hicieron otras 13 335. Durante el 2009, la Fiscalía conoció en el país de 72 848 denuncias de agresión física contra mujeres, pero solo el 10% de estas desembocó en sentencia.
La causa de esa impunidad fue, en la mayoría de casos, el miedo de ellas -no necesariamente a recibir más maltratos, como a perder su hogar-. Entonces, desistieron de las demandas contra ellos, con un cómplice: el silencio de su entorno (familiar, laboral).
Víctimas ingresan cada día a hospitales con heridas ocasionadas por machismo. Ellas tras curarse vuelven a casa, expuestas a más de lo mismo: violencia física y psicológica.
Las prácticas de machismo, mientras la mayoría de la gente se hace de la vista gorda, destruyen hogares y, en casos extremos, conducen a crímenes, al femicidio. Cada semana la crónica roja da cuenta de mujeres asesinadas por sus convivientes, por celos, borracheras, desempleo, desamor.
No hay justificación para matar, pero en el femicidio, además, el asesino muestra deseo de dominación, poder, desprecio por la mujer.
Por eso también es grave la hipocresía de hombres, y de mujeres, que pregonan igualdades pero practican intolerancia de género. Esta semana, en un programa, una suegra destacaba la carrera profesional de su nuera, pero lamentaba que la joven confundiera “libertad con libertinaje”, porque trabaja en “lugar de estar en el hogar para atenderle a mi hijo”. Ejemplo de machismo inculcado en casa.
Los estudios precisan que la mayoría de víctimas se esconde. Comprensible, ni siquiera la Policía diferencia los homicidios de los femicidios. Así, la mujer agredida tiene todo en contra, desde la solapada permisividad social y el fatal lazo afectivo con el agresor, hasta la inacción del Estado.