En el libro titulado ‘País rico, país pobre’, aparecido hace apenas hace seis semanas, su Autor Eduardo Amadeo, un investigador argentino que ha alternado la actividad académica con la política, nos da cuenta que la sociedad argentina hace cinco décadas era menos inequitativa que en la actualidad: “la pobreza no superaba el 5% y el trabajo informal era menor al 10% (‘) a fines del 2010, 4 millones viven en la miseria y aunque sea el 10% de la población, es un número desgarrador (‘) otro 20% vive en la pobreza, con altos niveles de vulnerabilidad y la posibilidad de volver a caer en más pobreza”.
Revisando este importante trabajo surge la pregunta: ¿por qué este país tan rico, que a mediados del siglo anterior tenía estándares de vida superiores a algunos de los países europeos que salían de la guerra, ha deteriorado sus índices de tal manera que ahora, pese a la importancia que aún tiene en el escenario latinoamericano, no ha podido dar el salto que le coloque en una posición más cercana al primer mundo? La situación luce más lamentable cuando sus vecinos, Chile y Brasil, en los últimos 20 años han logrado progresos notables que, a diferencia del caso argentino, les ha permitido sacar de la pobreza a un número significativo de su población.
No sólo esos países han obtenido avances notables, también están en la lista Colombia y Perú que en la última década han dado pasos significativos en su lucha por mejorar las condiciones de su población. En otro momento habíamos visto, en el caso peruano, que el crecimiento económico no garantiza por sí solo que la mayoría de la población adhiera a los modelos que logran erradicar la pobreza. Siempre estarán en riesgo de ser presa de los populismos porque las necesidades están allí, pero la lucha contra la pobreza se la va ganando. Lo decía Mujica, no es que se ha logrado todo pero pregúntele a quién no tenía nada y ahora al menos satisface sus más elementales necesidades. Para aquellos el avance es tremendo, en palabras del Presidente uruguayo.
La pregunta de por qué una situación como la de Argentina puede producirse, según el autor antes citado, tiene muchas explicaciones complejas. Pero subyace que las soluciones a este terrible flagelo pasan por el entendimiento entre las partes involucradas. No se arregla ni por voluntarismo ni por decisiones verticales unilaterales. A la final aquello empeora la crítica situación de los más pobres. Hay que lograr crecimiento pero también mejorar otros parámetros, entre ellos los políticos, con una democracia verdadera y no meramente formal, en que los diversos actores sociales sean escuchados y se adopten las medidas que surgen de los consensos.
Viéndolo bien, esa parece ser la única vía que brinde resultados efectivos y perdurables. Todo el resto es espejismo. Lo delicado del ejemplo argentino es que no siempre se avanza en línea recta y, en algún momento de la historia, el resultado puede ser patético.