José Luis Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda, dibujan una radiografía tétrica de México.
El ex-Alcalde de la ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero, y su mujer maquinan el negativo de un país agujereado por una serie de organizaciones delincuenciales, en especial dedicadas al narcotráfico, a la extorsión y al secuestro, que han copado cada vez más espacios de poder. Y que también han demostrado sangre fría en exceso, a la hora de perpetrar crímenes atroces.
Las capturas de Abarca y de Pineda, que se produjeron ayer, adicionalmente, han permitido descubrir nuevos e inquietantes detalles de un fenómeno que en apariencia se repite en otras regiones de México. Ambos eran una pieza clave en el engranaje de los Guerreros Unidos, uno de los clanes mafiosos del sur del país gobernado por Enrique Peña Nieto, el presidente de las filas del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que se ha ganado un espacio en los titulares de prensa más que nada por sus omisiones.
Abarca y su mujer delinean también el negativo de un país en crisis, que el analista mexicano Liébano Sáenz sintetiza bien en un material que publica el diario Milenio. “Los criminales ya no solo intimidan y se apropian de cuerpos policiacos, sino que personalmente detentan el poder municipal”.
Precisamente, la más reciente (y seria) de las omisiones de la administración del PRI tiene que ver con la reacción tardía, errática y confusa del Gobierno Federal en respuesta a la crisis que, precisamente, se originó en Iguala, donde a finales de septiembre pasado desaparecieron 43 estudiantes. La administración de Peña Nieto sigue en deuda en su lucha contra el poder criminal.
El caso de los normalistas, que no han sido localizados hasta ahora, trae a la memoria el drama de la matanza de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. De paso, ha activado una ola de protestas, cada vez más fuertes, dentro y fuera de México.