Pedro C. tiene 31 años, una niña en el hospital y una angustia que le quema el corazón. Julia, su hija de 5 años, fue diagnosticada con una potente neumonía y la internaron hace una semana.
Verla tendida, “como una virgencita”, en la cama del hospital, con sus bracitos conectados a una maraña de cables, fue un golpe inmenso. El mismo día cuando vio a Julia en esa condición fue a la iglesia de San Agustín para rogarle a Dios que sanara a su hija.
Con los ojos enrojecidos y las manos juntas, se arrodilla en la segunda fila del templo. Lo ha visitado seis días seguidos. Siempre a las 16:00 y siempre para reiterar al Creador una petición nacida de su desesperación.
“Le digo que me tome a mí. Que a mí me pase cualquier cosa, pero no a mi niña”, dice y el llanto le ahoga las palabras en la garganta.
En San Agustín, el hombre aprendió a rezar cuando aún era un niño. Su madre, una comerciante informal del Centro, le inculcó el culto por el Señor de la Buena Esperanza.
Confía en que Dios lo escuchará. Los exámenes aún no han indicado mejora. La fe, confía él, hará lo que los médicos no pueden.
Todos los días, las iglesias del Centro se llenan con cientos de personas que, como Pedro, tienen asuntos que tratar con Dios. Muchos ruegan por ayuda o resignación, otros agradecen algún favor recibido. Y, finalmente, algunos van a consagrar su día de trabajo.
A todos los mueve una confianza que aprendieron en la infancia, de boca de sus padres. Todos tienen una historia.
Lejos del sur
A Vicente Arroyo le gustan los tamales, la miel con quesillo y la cuyada. Todos son platos típicos de Loja, la provincia donde nació, hace 25 años. Vive cuatro años en Quito y se ha acostumbrado a casi todo. Pero aún no puede superar dos ausencias: la de su mamá y la de un buen plato lojano.
Todos los martes y jueves va a la iglesia de La Merced, en las calles Chile y Cuenca, para dejar sendas velas al Divino Niño y a la Virgen de El Quinche.
En realidad, él es devoto de la Virgen de El Cisne, pero, como en La Merced no tienen una figura de la Virgen lojana, se acostumbró a rezar a una Virgen más cercana. Ahora se encomienda a la patrona de El Quinche. “De todas formas, la Virgencita es la misma madre de Dios, en todas partes”.
Sus sesiones de comunicación espiritual no duran más de 10 minutos. El ritual le hace sentir más cerca de su casa. Su madre le enseñó las primeras oraciones y le llevaba a misa cada domingo.
Ahora pasa por la iglesia antes de entrar a su trabajo de dependiente de un local de ropa femenina. Cuando se para frente a la imagen del Divino Niño se acuerda, dice, del tiempo en que su madre le hacía repetir las plegarias, hincados ambos en la iglesia de su pueblo, Catacocha.
“Cuando paso por la iglesia, es como que también recibo la bendición de mi mamá, desde Loja”. Esa bendición y las llamadas que hace cada dos semanas son los únicos puentes que aún mantiene con su tierra. En estos cuatro años solo ha vuelto dos veces.
Protección laboral
Fernando Granja, un comerciante de 25 años, está vestido como para un partido de fútbol. Lleva pantaloneta negra, un saco con capucha y unos zapatos de pupos. Tiene la cabeza baja y los brazos extendidos, con las palmas de las manos abiertas hacia arriba.
Pronuncia con voz convencida el padrenuestro, en la misa de 09:00, de la iglesia de Santo Domingo. Desde hace tres años, cuando se puso un negocio de jeans en Chillogallo, va cada viernes a esa iglesia, para “estar bien con Dios y pedir que nos vaya bien en el negocio”.
Muchos de los feligreses que llenan diariamente las iglesias del Centro son comerciantes. Para ellos, la paz espiritual es uno de los requisitos de la prosperidad.
Santiago Llive, también comerciante de jeans pero en el Centro Comercial Ipiales, va casi todos los días a misa en San Agustín. Tiene 26 años y una hija de dos. A diario emplea una hora en venir desde su casa en El Condado hasta la guardería de su hija, cerca de la Plaza del Teatro.
Antes de llegar a su trabajo, entra en San Agustín para “saludar” al Divino Niño. Le hace un pedido sencillo: “Que nos mantenga con vida y con salud, a mí y a mi familia”. Hasta ahora se lo ha cumplido y él no ha dejado de ir nunca desde que nació su hija.
La gente que vende velas, rosarios, estampas y recuerdos, afuera de las iglesias, ya reconoce a los comerciantes. Ricardo (prefirió no dar su apellido) vende desde hace nueve meses en la puerta de la iglesia de La Merced.
Heredó el trabajo de su madre, quien tiene un puesto ahí desde hace 28 años. Muchos de los feligreses lo saludan antes de entrar en la iglesia. Él les devuelve el saludo con una sonrisa y les extiende una vela de USD 0,25.
Ellos la encienden dentro del templo, echan una oración y salen, a veces, sin pagarle. Ricardo no se inmuta. “Ya son conocidos, si no me pagan hoy, me pagan mañana. O, cuando tienen, me dejan más de lo que me deben”.
Por alguna razón que Ricardo no alcanza a entender, los lunes y los miércoles la gente va menos. Esos días le toca a él practicar la fe. No puede entrar a misa, pero desde la puerta sigue los rezos y recibe la bendición del cura.
Las viudas bajo el sol
El segundo nombre de Clara Peñafiel es Nube. Ha sido como una premonición de la última etapa de su vida. Ha pasado los últimos cinco años, de los 75 que tiene, sentada a los pies del templo de San Francisco, cerca del cielo.
Todos los días asiste a misa de 07:00 en la Capilla de Cantuña, luego sale y se acomoda en una esquina de la puerta. Allí se encuentra con su compañera de jornada, María Hilda Maiquez, otra mujer mayor que halló en San Francisco, una manera de matar el tiempo. Ese vacío que le quedó después de criar a siete hijos y luego quedarse viuda, hace seis años.
Doña Clarita también perdió a su esposo. Son siete años que vive sola en un cuarto del barrio de San Juan. Por un problema fisiológico no pudo tener hijos. La partida de su marido significó la soledad completa.
Al inicio, pensó en el suicidio. En confesión, le refirió ese pecado a un cura franciscano. Él le ayudó a salir de esa oscuridad. Desde entonces encontró en la iglesia alivio para su soledad.
A veces, cuando el sol del verano se ensaña con la ciudad, las mujeres buscan refugio dentro del templo, pero la mayoría del tiempo se sientan en el portón a conversar y ver cómo se va el día.
Las dos damas ven pasar por allí a cientos de personas. La Capilla de Cantuña es la más popular de todas las iglesias del Centro Histórico. De lunes a viernes, hay siete misas y en todas siempre hay más de 70 personas.
Por esa masiva afluencia, la Policía Nacional asignó a un gendarme para vigilar el convento.
Las últimas dos semanas ha estado ahí el cabo segundo Roberto Espín. Con el tono divertido de un chico que mima a su madre, el policía de 28 años les hace compañía a las mujeres, mientras esperan que termine el día.