Victoriano Espinoza tiene la voz suave y cálida. Su rostro está salpicado de una incipiente barba blanca que contrasta con el color de su piel. Es afroecuatoriano y ya lleva cinco años en el Hogar de Vida número 1 del Patronato San José, en Conocoto.Hace dos años le amputaron las dos piernas por una infección que devino en gangrena. Se hirió con un azadón, mientras desbrozaba un terreno del Hogar de Vida.
Al hombre de cerca de 70 años (ha perdido la cuenta de su edad) lo recogieron en situación de indigencia, en el sector de la 24 de Mayo, en el centro.
Hoy, mientras muchos otros hombres de todo el planeta celebran el Día del Padre, don Victoriano no festejará. No quiere celebrar. Ha perdido el contacto con sus cuatro hijos.
Son dos años que no sabe nada de ellos. Antes, luego de la amputación, Luis, su primogénito, lo retiró del Hogar de Vida y lo llevó a vivir con él y su esposa.
Sin embargo, el matrimonio de su hijo zozobró en poco tiempo. La pareja se separó y Luis fue a buscar la vida en el Oriente. La nuera de don Victoriano no soportó el peso de su invalidez.
Luego de seis meses de dejar la Casa Hogar, el hombre entraba de nuevo en esa especie de último refugio que, para él, es el albergue. Ahora deambula, solo, por los pasillos y por el patio de la institución municipal.
A pesar de todo, don Victoriano es un hombre de sonrisa fácil y gestos amables. Continuamente nombra a Dios y a su voluntad. Acepta con resignación el destino que el Creador le deparó para la última etapa de su vida.
Pero, a veces, aún expresa rebeldía en sus ojos nublados por las cataratas. “Es triste estar aquí, como un grano de maíz lanzado a la calle. Ya sé lo que es la vida. Ahora soy solo papel quemado”.
La vida está en otra parte
La silla de ruedas de don Victoriano casi siempre es empujada por el único amigo que tiene en la institución, Washington Caicedo. Es un hombre erguido, sereno y de verbo elegante.
Don Washington tiene 74 años y lleva un mes en el Hogar de Vida. Su historia parece salida de una novela de aventuras.
Recorrió medio mundo como marinero mercante y, luego, como ingeniero naval, para acabar sus días sentado en el patio de un albergue. Siempre se sienta al pie de la pileta central, de la cual hace años que no brota agua.
Ahora solo se recrea en su memoria. Callado e inmóvil, proyecta una y otra vez la película de su vastos recuerdos. Le gusta detenerse en el tiempo, sobre todo en aquel en el cual conoció a su esposa, en Tampico, México.
“La invité a conversar y ella me contestó que para qué. Yo le dije, con la franqueza que siempre he tenido, que la quería para que fuera la reina de mi casa. Le dije que quería cuidarla siempre”.
Tal franqueza, que hoy podría espantar a cualquier muchacha, a Elsa Zedillo le arrebató el corazón. Con ella, don Washington procreó dos hijos, Janeth y Henry. Ahora, la familia vive en el estado de Arkansas, en EE.UU.
Hoy, como hace cinco años, el ex marinero tampoco festejará el día del Padre. Volvió solo al Ecuador, porque “allá no valoraban mi trabajo y me ponían sólo de ayudante”.
En este punto su relato se vuelve difuso. Él dice que volvió a Esmeraldas, donde un medio hermano. Luego tuvo “innumerables problemas” y decidió venirse a Quito, a buscarse la vida.
La psicóloga Susana Borja, del Hogar de Vida, en cambio sabe que antes de su regreso a Ecuador, don Washington sufrió un accidente de tránsito que alteró su comportamiento psíquico.
“Llamé a Estados Unidos y hablé con la hija del señor. Ella me contó lo del accidente. También confirmó todo lo que decía sobre que había sido ingeniero y había viajado por el mundo”.
De esas experiencias remotas, al hombre le quedó un espíritu aventurero y nómada. No se siente a gusto en un solo lugar. Para él, la vida siempre está en otra parte. Y necesita ir a buscarla.
Por eso se ha presentado ya tres veces en la oficina de la administración para solicitar, muy diplomáticamente, que autoricen su salida inmediata.
Pero los procesos del Hogar de Vida no permiten que él salga. “Dicen que no tengo adónde ir. Es verdad, pero yo quiero que hablen con mi hija. Tal vez ella me pueda sostener para arrendar un cuarto en Quito”.
Última estación
El Hogar de Vida es la última estación en el viaje de la vida de cerca de 80 adultos mayores. A pesar de que es un albergue transitorio, muchos de los huéspedes no pueden salir porque no tienen a nadie afuera.
En el ocaso de su existencia intentan aferrarse a los restos de vida que aún quedan en sus memorias. Siempre piden a los escasos visitantes que les recuerden la hora y la fecha.
Parece que quisieran contar las horas hasta que, finalmente, un hijo, un conocido o la muerte se acuerden de ellos.