Al final del año lectivo, las alumnas del Colegio Simón Bolívar dan sus últimos paseos uniformadas por el Centro Histórico de Quito. Desde septiembre, ellas ocuparán las instalaciones donde funciona la Escuela Eugenio Espejo.
Una gran casa patrimonial fue el centro de aprendizaje para varias generaciones, desde hace 70 años. Con el tiempo, los locales comerciales y las ventas ambulantes crecieron. Solo en la Benalcázar, entre Olmedo y Manabí, se abrieron cuatro papelerías.
Algunos negocios se inspiraron en el nombre y la historia del tradicional colegio quiteño, como las papelerías Bolivariana y SB o la heladería El Limoncito Dulce.
Este último es lo que más extrañarán Melissa Rocha y Stefany Ágredo. La semana pasada terminaron 10° año. Dicen que este lugar les gusta, porque hace honor al apelativo que tienen las chicas de su colegio: las ‘limoneras’.
“Un licenciado nos dijo que nos bautizaron así porque una señora imprimió un uniforme que decía Limón Bolívar, en vez de Simón. Pero también dicen que es porque las señoras que vendían limonada tenían uniforme blanco con azul”, cuenta Melissa, de 14 años.
En El Limoncito Dulce, Fanny Mejía atiende a sus jóvenes vecinas. Con nostalgia dice que las extrañará. “Más la bulla que meten, pero sí nos van a hacer falta”.
Ella prepara los conos de galleta que a diario les vende con helado a ellas y a los muchachos que las visitan de colegios como el Montúfar, el Mejía o el San Pedro Pascual. “Las chicas no siempre consumen, pero aquí pasan. Yo les digo que vienen corriéndose de los licenciados”, bromea.
Esta semana ya hay pocas alumnas. Están en clases de recuperación o preparando el acto de clausura del año lectivo.
Como desde hace 46 años, Manuel Mendoza las espera para venderles ponche. El hombre asegura que “estas guaguas” son muy buenas clientas. “Yo les vendo haciéndoles chistes y ellas vienen y me dicen abuelito, ya llegamos, póngase los ponchecitos”.
Un cliente de don Manuel comenta que compradores para los dulces siempre habrá, pero que los que van a sufrir son los de las papelerías. Luisa Mera, por ejemplo, compró hace un año un bazar. Allí les ofrecen desde útiles escolares hasta maquillaje y bisutería. Admite que son sus principales clientas. Desde el lunes ha empezado a extrañar su alegría.
“Ellas son bien detallistas, bullangueras, risueñas. En Navidad o para los cumpleaños vienen a comprar. ¿Ahora quién vendrá?”.
Un ambiente similar se vive en las afueras del Colegio María Angélica Idrobo, que comparte hasta este período las instalaciones con el Colegio Manuela Cañizares, en la 6 de Diciembre y Lizardo García, en La Mariscal.
Aunque ahí la alegría estudiantil no desaparecerá, porque por el momento solo se cambiarán las alumnas de 8°, 9° y 10° del Idrobo, también se siente un aire nostálgico. Cristina Maldonado tiene un restaurante frente al colegio, en la Lizardo García.
Dice que ha comentado con las profesoras que ya empezaba a extrañar a las jóvenes. “Las niñas son una alegría. Una les vende con cariño y ellas siempre salen con sus chistes”. Las estudiantes consumen aquí almuerzos, papas fritas, papipollos, mote o chochos con tostado a diario.
Según su experiencia, las estudiantes que se cambiarán de local, “las más chiquitas”, son las que más comen sus productos y los de otros locales, cuando salen en las noches. “Ellas dejan su carné, su cuaderno, su calculadora, para que yo les fíe. También me piden que les deje esperar aquí hasta que les vengan a ver los papás o los enamorados. Aquí pasan conmigo. Son unas lindas”.
Otro de los lugares que las chicas frecuentan son las papelerías y sitios de alquiler de Internet. Carla González y Katherine Barco revisaban su Facebook, antes de entrar a clases.
Ellas están listas para ir al nuevo colegio. “Allá es más grande y es más chévere. Además va a ser ya nuestro”, dice Carla.
Ambas viven en el norte de Quito, por lo que les conviene ir a El Condado. Lo que extrañarán es tener todo a la mano. En el nuevo barrio aún no cuentan con tantos locales comerciales cercanos.
María Vilagómez atiende en este lugar. Dice que sus vecinas llenan el local cuando está cerca la hora de entrada, al mediodía. “Aquí vienen a imprimir, a terminar los deberes, a chatear, de todo hacen. Claro que se les va a extrañar. A algunas ya me las conozco. Nos va a hacer falta el alboroto que nos hacen al mediodía”.