Marcelo Rodríguez López, de 57 años, guarda las cenizas de su padre, Gonzalo Rodríguez Godoy, desde hace tres años, en la casa de la ciudadela Ibarra, suroccidente de Quito.
“Los restos de mi padre me traen paz, son una protección para mi familia y la casa”, dice el hombre alto, de pelo y bigote negros.
“Al contrario de lo que mucha gente pueda creer -explica- mi esposa y yo no tenemos miedo, más bien sentimos que las cenizas significan una cálida presencia”.
Rodríguez, taxista de profesión, reconoce que no sabe el número de personas que guardan los restos de los seres queridos en casa.
Sin embargo, sostiene que es una forma de comunión espiritual y que el cementerio ya no es el único lugar para el descanso eterno de los difuntos.
La casa de Rodríguez es sencilla, cercana a las montañas verdes del sur de Quito. Es una de las cientos de viviendas multicolores levantadas en la antigua hacienda Ibarra. Se percibe el dinamismo -vías adoquinadas, negocios de toda índole, buenos servicios, parques y canchas.
La tarde del pasado miércoles, el viento paramero sopla con fuerza.
Aprovechando el feriado, jóvenes y adultos juegan fútbol y voleibol en el barrio de quiteños y emigrantes de Loja, Chimborazo, Cotopaxi, Bolívar…
La gente es ajena al pequeño santuario que Marcelo Rodríguez ha forjado para honrar a su padre: un ramo de rosas rojas y amarillas de plástico y un florero que contiene mínimos y delicados bambús. Las cenizas se hallan en una fina urna de caoba que le entregó la Sociedad Funeraria Nacional. El padre murió en 1985 por insuficiencia renal. Fue enterrado en el cementerio de San Diego. Rodríguez López y los siete hermanos pagaban, cada mes, por el nicho en arriendo.
Cuando llegó el tiempo de la exhumación, en el 2008, los ocho hijos decidieron cremar los restos. “Todos -afirma Rodríguez- cancelábamos una especie de arriendo en San Diego; por ello optamos por cremar los restitos en un horno crematorio”.
Acaricia la urna que se halla sobre la mesa de la sala. Lidia Averos, la esposa, observa con atención y reconoce que junto a la urna siempre colocan una fotografía muy significativa, en la que el padre, Gonzalo Rodríguez, abraza a la esposa, María López.
“Aquí se ven jóvenes y guapos, en los mejores años, el tiempo no da tregua, la vida pasa rapidito”, reflexiona el hijo.
Jorge Luis Borges dijo que la muerte es una vida vivida y la vida es una muerte que viene. En ese sentido, Marcelo Rodríguez califica de fecunda a la vida del padre, quien tuvo el coraje, reconoce, de sacar adelante el numeroso hogar comercializando ropa infantil, caramelos y zapatos que traía de Ipiales, Colombia.
“Papá enfrentó solo a la vida. La madre había muerto cuando era niño, luego el padre; entonces, ya joven, viajó a Guayaquil, donde ingresó al Ejército, se hizo soldado; mi madre, ya de 90 años, aún recibe la pensión de papá”.
El padre de Marcelo Rodríguez fue sanroqueño.
Ya casado arrendó una casa en Chiriyacu Bajo, en el sur. Él y doña María adquirieron una máquina Singer, en la que confeccionaban pañales de plástico, delantales y baberos que los vendían en las ferias de San Roque y Chillogallo o de casa en casa. Cuando aparecieron los pañales desechables, la vida se complicó para los Rodríguez. “Pero mi padre era creativo, nunca se lamentó y pronto ofrecía otros productos: caramelos Colombina, tan ricos, o los zapatos Croydon, de Ipiales, así educó y alimentó a los ocho hijos”.
Por un instante, Rodríguez mira -en el patio- las máquinas de soldar. Le recuerdan su primer oficio. Trabajó en Fadisa, de soldador, una empresa que hacía los acetatos en Conocoto.
“En los ochenta apareció el casete y allí se fregó todo, la fábrica quebró”. Él asume la vida como una constante reinvención.
Siguiendo la huella del padre entró a la milicia. Fue conscripto en la Blindada Galápagos. El recuerdo más feliz: en 1974 llevó, con sus amigos, los 13 tanques franceses AMX, en tren, a la ciudad de Riobamba.
“Cada vida es única, es como una novela”. Después de trabajar 12 horas en el taxi de la Cooperativa Fedetaxi vuelve al hogar a encontrarse con las cenizas del padre, con su paz y protección.
“Nunca hemos tenido miedo, cada día rezamos a la urnita de mi suegro, no solo en el Día de Difuntos”.
Lidia Averos, Ama de casa
“Las cenizas de mi padre significan paz y protección para mi familia, mi esposa y mis tres hijos”.
Marcelo Rodríguez López, Taxista