Su escritorio está lleno de papeles, lanas, mullos, pulseras, aretes, sombreros… Entre tantos materiales resaltan unos pequeños cuadernillos cuyas carátulas tienen hermosos y coloridos dibujos. Son mujeres trabajando entre telares, familias criando cuyes, otras cultivando la tierra.
Irma Gómez los muestra con orgullo. Son trabajos que un grupo de niños de la Unidad Educativa Tránsito Amaguaña, que ella fundó, hicieron con esmero.
Gracias a los 20 años que lleva dedicándole a esta institución, ella recibió el premio Manuela Espejo 2011, que reconoce la tarea destacada de una mujer quiteña, en distintos ámbitos.En quichua o en español, los pequeños escriben leyendas de princesas indígenas, explican el uso de remedios tradicionales o cuentan la historia de Mama Tránsito Amaguaña (1909-2009), la mujer que luchó por los derechos del pueblo indio y que les motivó a respetar, preservar y amar su cultura.
La maestra y los alumnos se inspiran en la fuerza de ella para mantener viva la tradición y las costumbres de sus ancestros.
Al ver a los pequeños que juegan alrededor de sus padres y los ayudan en el Mercado Mayorista, ella recuerda su niñez.
Irma nació en el sector de La Cantera, en San Roque. Luego vivió frente al mercado. Le gustaba mirar la ropa de las niñas indígenas, llena de colores y bordados. También le fascinaban sus pulseras, aretes y collares.
Pero, además, están otras raíces. Su madre, la argentina Violeta Walfanderi, dice que la sabiduría popular se aplica en Irma: lo que se hereda, no se hurta. Lo dice porque sus padres tenían conflictos ideológicos con un Gobierno argentino.Murieron cuando, en 1938, alguien dinamitó un puente que cruzaban. Walfanderi cree que su hija es revolucionaria como sus abuelos. Irma está consciente de que encontrar su camino afectó a su madre y a su padre, Jorge Gómez. Más cuando decidió dejar sus estudios en Electrónica y Telecomunicaciones en la Politécnica, en 1987. “Fue duro para nosotros. Los proyectos que teníamos para ella no se pudieron realizar”, dice el padre.
Ese año hubo un terremoto. El epicentro fue en el Reventador. Irma trabajaba con los padres Carmelitas. Por eso se unió a la misión que ayudó a los afectados de Sucumbíos. Su rebeldía y su amor por lo indígena se juntaron entonces. Mientras Irma trabajaba entre cofanes, quichuas y shuar, en la siembra de chambira para tejer hamacas, se identificó más con lo indígena.
Eso creció cuando debió dejar la Amazonía, para librarse del paludismo que la atacó cinco veces. Fue a trabajar un año con mujeres en Ayora, Pichincha, y en ese tiempo conoció a Tránsito Amaguaña. Irma ya usaba alpargatas y algunos adornos.
La Electrónica no volvió a interesarle, pero la educación se convirtió en su norte. En 1990 trabajó con la Conaie y se unió a un grupo de misioneros españoles que alfabetizaba por las noches a los migrantes indígenas que trabajaban en el Mayorista.
Vio a muchos niños durmiendo o jugando mientras los padres aprendían. Los visitaba por las mañanas, para jugar. Usaba hojas desechadas en la oficina de la Conaie para hacer cuadernos.
Lo hacía junto a 15 niños. Ellos empezaron la escuela y colegio que hoy tiene 200 alumnos.Ella siempre se sintió parte de la cultura indígena. Incluso cuando la agredieron y discriminaron en la Escuela San Carlos, por su piel trigueña. Con dolor recuerda que aún regía ‘la letra con sangre entra’. En la escuela, las niñas se sentaban en los pupitres según las notas. Ella ocupaba los últimos…
Luego de enamorarse de Julio Gualongo y tener a su primer hijo, Inti, en 1997, Irma decidió dejar los jeans, que usaba para ir en bicicleta hasta el Mayorista, y reemplazarlos por anacos.
Hoy su atuendo es intercultural: bordados de Chimborazo en su blusa y en su bayeta y detalles de los saraguros en el anaco.
Su padre sostiene que por eso algunos familiares se distanciaron. Para él y su esposa fue difícil acostumbrarse, pero saben que su hija es feliz y están orgullosos de sus logros y esfuerzos.
Su iniciativa de brindar una educación que respete la cultura indígena ayudó a personas como Lucrecia Vega. Ella considera a Irma su segunda madre, porque además de darle cariño le dio una oportunidad que cambió su vida. Esta joven que, estudia Educación en la Universidad Tecnológica Equinoccial, tenía 7 años cuando la conoció.
Como otros niños de familias indígenas que emigran a Quito, pasaba días encerrada en casa, esperando que llegaran sus padres. Otros, trabajaban con ellos.
Ahora es parte de los 12 profesores indígenas que enseñan a los niños a leer, a escribir, y que los incentivan a valorar su identidad, como pasó con Inés Quishpi, profesora desde el 2000.
Por temor, ella ocultó su origen indígena, usaba ropa mestiza y hablaba español. Con el apoyo de la ‘seño’ Irma, Irmita, o Mama Irmita, como la llaman, enfrentó al racismo. “Por el maltrato que hubo, el idioma lo tenía bien guardado. Ahora lo hablo muy bien”. Los niños confían en Irma. Se acercan, la abrazan. Ella sabe que la prioridad del pueblo indígena es comer, vestirse y tener dónde vivir. Piensa que la educación, apegada a las raíces, les ayudará a cuidar su cultura.