En los hechos que ocurrieron el 28 de enero de 1912, el arzobispo e historiador Federico González Suárez intentó hacer lo que estuvo en sus manos para evitar el asesinato de Eloy Alfaro y sus tenientes. Sobre sus acciones, informó al obispo de Ibarra, Ulpiano Pérez Quiñones, en dos cartas fechadas en marzo de aquel año.
En ellas, le comenta sobre la tensión que había producido en la ciudad de Quito la llegada de los presos políticos después de su derrota en las batallas de Huigra, Naranjito y Yaguachi.
En primer lugar, refiere los telegramas que le fueron enviados por Colombia Alfaro de Huerta, a las 21:00 del 27 de enero, y el del general Leonidas Plaza Gutiérrez, antes de celebrar la misa del 28.
En el segundo de los casos, era un nuevo intento del general Leonidas Plaza, por proteger la vida de sus ex compañeros de armas. En Guayaquil había firmado un convenio con el general Pedro J. Montero, para que los rebeldes pudieran salir del país, que fue desconocido por el gobierno de Carlos Freire Zaldumbide.
En relación con las dos peticiones, dice González Suárez: “púseme a reflexionar detenidamente qué podría hacer yo en servicio de los presos: salir en persona a la estación del ferrocarril?… adelantarme yo a la puerta del Panóptico?… El pueblo estaba tan conmovido, tan airado, tan enfurecido, que era imprudente salir: habría sido faltado necesariamente por la gente, que en estos casos no da oídos sino a sus pasiones. Sería prudente salir? Se me ocurrió escribir una Súplica al pueblo”.
El Arzobispo no encontró ninguna imprenta abierta puesto que era un domingo, por lo cual tuvo que acudir, “al Señor Mantilla, dueño de El Comercio”, quien efectivamente imprimió mil ejemplares; 500 de los cuales los hizo repartir el propio Sr. Mantilla (no menciona si César o Carlos) y 500, la Curia.
La mencionada Súplica decía: “Ruego y suplico encarecidamente a todos los moradores de esta católica ciudad que se abstengan de hacer contra los presos ninguna demostración hostil: condúzcanse para con ellos con sentimientos de caridad cristiana. Lo ruego, lo suplico en nombre de nuestro Señor Jesucristo”. Algunas personas leyeron la petición del Arzobispo, otras la rompieron y aparecieron a los que González Suárez llamaba sus enemigos para censurar su actitud, puesto que no complacía ni a conservadores ni a liberales.
Al mediodía, cuando el prelado iba a impartir la confirmación en la Catedral, oyó las detonaciones, provenían del panóptico y había comenzado el linchamiento. Él alcanzó a ver a miles de personas, hombres de todas las edades, mujeres innumerables, “algunos tenían fusiles y no había ni uno solo que no estuviera armado siquiera con un cuchillo”.
A continuación, le informa a Pérez Quiñones: “Yo intenté salir para procurar recoger los cadáveres; pero los que me acompañaban me instaron a que no lo hiciera: resistí un momento, pero luego comprendí que mi presencia hubiera sido inútil y peligrosa para mi dignidad”.
De todas maneras González Suárez invitó a la gente a retirarse a sus casas.
Frente a acontecimientos tan confusos, como el comentado, un documento salido de la propia pluma de uno de los testigos, aporta algo de claridad.