Ir a ese Quito. Viejo y lejano. Un suspiro de delicia en el tiempo de la montaña. Quito y el sol que pica el empedrado. Vamos a dar una vuelta con la Luza. Pasos de tórtolas se dejan oír en estas cuadras gigantes. Nos alejamos de La Floresta. Podríamos haber cruzado el potrero de los saltamontes hacia los álamos de La Vicentina y los maduros asados. Allá, en la puerta de una mecánica, una anciana de trenzas blancas vende el manjar. Pero hoy iremos al oriente por el desconocido sendero de la canela.
Bordeamos el Hotel Quito, su muro de piedra donde es posible sentarse con alguna hormiga. Por aquí, lo sabemos muy bien, suele aparecer La Torera. Lleva traje sastre y un paraguas para espantar a los niños que la asedian como zancudos. La Luza dice ¡La Torera! y un sombrero de enormes dalias tiembla en mi pecho. Pero no, este ha sido apenas un disco de fieltro que cubre su tristeza. Así lo veo ahora: recuerdos de lo recordado, sepias y borrosos.
Rumbo a Guápulo no llegaremos al reloj de piedra. Nos quedaremos en la bajada desde donde se ve la mítica ruta del Dorado. Allí, donde los olores de un cajón de lumbre nos atajan.
Es un asador de hojalata y sus leves chasquidos de carbón agrupan a otras mujeres. Aquí se ofrecen unas culebritas elásticas chamuscadas, estas tripas dulces, esta tripa mishqui. En una olla: mellocos, choclomote y habas. También un encarnado plato de ají. Hasta los cristales de la sal son atravesados por la luz del descubrimiento. Un gran paño blanco conserva el vapor dentro de un canasto. De ahí vendrá la neblina cuando caiga la tarde.