El jueves, a las 09:00. Juan Carlos Castro llevaba en una funda de plástico una chompa negra con el cierre dañado. Él trabaja en una panadería de La Marín y vestía jean, camiseta y zapatos blancos.
Llegó a la intersección de las calles Pichincha y Mejía. Ahí, en la acera, hay cuatro puestos. No son de ventas informales, son de costureras que remiendan las prendas de vestir al aire libre.
Los puestos están cubiertos con coloridos parasoles y en las mesas de trabajo hay pedazos de telas, prendas de vestir, tijeras y cintas métricas. María, Catalina, Berta y Gladis son las costureras de La Marín. Castro prefirió ir al puesto de María Pasquel, quien hace nueve años se instaló en ese lugar.
Ella estaba sentada y con la mirada fija en la aguja de la máquina de coser. “Hay que estar concentrada”, decía, mientras acomodaba la basta de un pantalón. Aprendió a coser en una casa de la Loma Grande. Su abuela le enseñó el oficio desde niña. Su primera tarea fue remendar las medias envolviéndolas en un foco.
A los 12 años se sentó por primera vez frente a una máquina de coser. “Al inicio me lastimaba los dedos, ahora ya tengo experiencia”. Castro frecuenta el lugar por dos razones. La primera por economía, es de los que opina que la ropa nueva está cara y hay que usarla hasta que se pueda.
La segunda, porque el trabajo lo hacen enseguida y para él, eso es ganar tiempo. Pasquel cambió el cierre en cinco minutos y cobró USD 2. Castro no regateó.
En un día, Pasquel repara entre 20 y 25 prendas de vestir, en promedio. Cambio de cierres y arreglo de bastas es lo que más demandan sus clientes.
Junto a ella se encontraba Mariela Cocotó. Ella tiene 35 años y desde que tiene 18 se dedica a la costura. “Es parte de mi vida”.
Ella estudió este oficio en un colegio nocturno. Antes trabajaba en un taller por el centro. Desde hace 5 años tiene su propio puesto. A las 10:00 llegó un indigente que llevaba en sus manos un pantalón desgarrado. Ella lo revisó, detectó tres agujeros, los cosió y no le cobró por el trabajo.
“Hay que compartir con los demás”, expresaba con seguridad. Contó que ayuda a un promedio de cuatro indigentes por semana. “Les reparo la ropa gratis”.
En la avenida Maldonado, en el sur de la ciudad, en las afueras del Centro Comercial de Mayoristas se encuentra Jaime Báez. Él se hizo sastre por necesidad.
Es conversón y no duda en contar que hace ocho años su esposa viajó a España y hasta ahora no ha regresado. Se quedó a cargo de sus tres hijas. En su casa había una máquina de coser y con el paso de los días se convirtió en su principal herramienta de trabajo. “Me tocó aprender para cubrir las necesidades de mis hijas”.
A las 14:00, María Pilamulla llegó con tres pantalones nuevos. Pidió que le alce la basta. Báez cogió las prendas y con la cinta métrica, que colgaba en su cuello, tomó las medidas, cortó la tela sobrante y con mucha habilidad hizo un remate, utilizando la aguja.
En 10 minutos concluyó la obra y cobró USD 3. A las 18:00, Pasquel empezó a recoger la cinta métrica, los pedazos de tela y las prendas que había a su alrededor y guardó la máquina.