Con su mano derecha agita la Biblia en sentido vertical. Con la izquierda sostiene el megáfono. Dice, casi gritando, que lo ocurrido en Japón está escrito en los libros de Mateo y en el Apocalipsis.
Con esa referencia, Israel Yépez intenta captar la atención de quienes caminan por la Plaza Grande. Es domingo, a las 16:00, y el sol pega fuerte.
La voz del predicador evangelista se escucha en medio del ajetreo de la gente. Unos pasean cogidos de la mano, otros descansan en las bancas de piedra, leen el periódico, conversan o degustan un helado. Hay niños que corretean por los alrededores.
La gente se aglomera en el pretil de La Catedral, forma un círculo para rodear a los tres artistas callejeros, que se esmeran por contar bromas y hacer trucos. A ratos arrancan risas y aplausos.
En medio de ese bullicio se escuchan las voces que repiten permanentemente “Gloria a Dios”. Quince personas de la Iglesia Evangélica, de diferentes templos, se reúnen todos los fines de semana para predicar.
Los sábados están desde las 09:00 y los domingos desde las 14:00 hasta las 18:00. Se ubican también junto a La Catedral, bajo una palmera cercana a la calle García Moreno, frente al Palacio Presidencial. En el piso apilan las carteras, mochilas, paraguas, guitarras, maracas y panderetas.
Para hacerse escuchar utilizan un megáfono. La intervención es por turnos, conforme al orden de llegada. El megáfono pasa de mano en mano. Cada predicador dispone de 30 minutos para difundir la Palabra de Dios. Las participaciones van intercaladas con cánticos y aplausos.
A diferencia de los artistas de la calle, no tienen público a su alrededor. Hay personas que mientras pasan por allí, les miran. Otras ni siquiera regresan a ver mientras conversan.
La tarde del domingo pasado, un hombre, de unos 60 años, que vestía un vetusto saco celeste y zapatos rotos, aplaudía cada vez que el grupo cantaba. No podía hablar, pero en medio de su balbuceo trataba de cantar. Tiene la apariencia de mendigo.
En una de las bancas de piedra, un joven que inhalaba pegamento en una funda, saca de su bolsillo una Biblia pequeña con forro azul. Asienta a un lado el pegamento para intentar leer el libro, como sugiere Israel Yépez.
El joven demuestra interés. Se retira al final de la prédica. Yépez, de estatura mediana y tez morena, no baja el tono de su discurso. Luce una casaca café de cuero y las gotas de sudor se deslizan por su frente, por el intenso calor.
La apariencia es importante para los evangélicos, porque se consideran obreros de Dios. Visten galas impecables: las mujeres lucen falda o vestido y los hombres pantalones de casimir, camisas bien cuidadas y chaqueta.
Mario Álvarez, pastor de la iglesia Pentecostés de La Marín, organiza al grupo. Él controla el tiempo y hace respetar los turnos.
Desde hace 20 años, religiosamente acude a la Plaza Grande. Lo acompaña su esposa, quien es la voz del coro y toca la pandereta.
Su propósito es salvar almas por medio de la Palabra de Dios, como salvó la suya. Cuatro veces intentó suicidarse porque sentía un vacío en su vida. Cuando conoció a Dios, esa idea se esfumó. Ahora vive para difundir su mensaje.
La historia de Rosendo Castro también está marcada por la fe. Fue internado en el hospital psiquiátrico Lorenzo Ponce, antes de ser predicador. Dice que se salvó por su férrea creencia en Dios.
La tarde avanza y llega el turno de César Chicaiza, de 56 años, de la iglesia Betania Sur. Antes de coger el megáfono se arrodilla para rezar, siempre pide a Dios que lo ilumine. Enviudó hace dos años y su aspiración es conseguir una nueva esposa. A las 18:00, el sol se oculta y el viento empieza a soplar con más fuerza.
De a poco la plaza se queda sin personas y las campanas de las iglesias repican. Los predicadores recogen sus cosas y también se retiran a sus casas. A ellos no les desanima que la mayoría de las personas no les preste atención. Lo importante, dicen, es lanzar la semilla, si da frutos o no, es una tarea que se la dejan a Dios.