El miércoles, Rafael Correa perdió la mejor oportunidad para salvar su pellejo y limpiar, aunque sea cosméticamente, el siniestro expediente de atropellos a la civilización que se ha labrado con su persecución a El Universo y que terminará, tarde o temprano, por hundirlo.
No es que el pellejo de Correa esté en peligro inminente, pero si el personaje de marras hubiera marcado distancia ese día con sus prestigiosísimos (el uso del adjetivo obedece a las nuevas reglas periodísticas dictadas desde Carondelet) abogados Gutemberg y Alembert Vera y hubiera pedido que se postergue la audiencia por las dudas sobre la autoría de la sentencia, su irremediable aunque posiblemente lejano derrumbe a abismos políticos y sicológicos hubiera sido atenuado.
Pero esas decisiones requieren de un nivel mínimo de inteligencia emocional. Y esos mínimos no son parte del inventario presidencial. Correa tuvo una irrepetible oportunidad de decir que, ante la serie de denuncias presentadas en contra del juez Paredes, prefería esperar a que se investigue quién había finalmente redactado la sentencia. Pero prefirió seguir los consejos de su nula inteligencia emocional y de su círculo más cercano para dar un salto fatal. Tampoco ayudó, es cierto, la defensa de El Universo que ese día no aprovechó el momento para contarle al mundo que hay mil posibilidades más de que esa sentencia haya sido redactada por alguien distinto al juez Paredes.
El miércoles, Correa pudo haberle dado una mano de gato a su sombrío currículo. Prefirió oscurecerlo más.