Marco Arauz Ortega
A propósito de los movimientos internos en El Telégrafo, diario en manos del Gobierno, se ha desatado un “debate” sobre los medios públicos. La existencia de estos es plausible, siempre y cuando sean auténticamente independientes, y una discusión seria sobre esta aspiración tiene sentido.
Pero lo malo en este caso es que en el centro de la discusión quieren ponerse quienes por dos años y medio no lograron hacer un diario público y solo hoy denuncian la injerencia del poder político, mientras en todo este tiempo gozaron de las ventajas (económicas e informativas, entre otras) que eso significa.
¿Podía hablarse de medio público en las circunstancias en que ha venido operando El Telégrafo? No. De modo que no se entiende la defensa del “proyecto” que hoy hacen su director y sus articulistas -especialmente estos últimos, entre los cuales se cuenta gente allegada al Gobierno-. Visto desde afuera, el anuncio de que en las instalaciones de ese medio se producirá un periódico popular gubernamental es la continuación del plan de Carondelet, no una ruptura.
La paradoja es que los medios estatales, incluidos los incautados, pese a tener el apoyo del poder, no son ejemplo de buena gestión comercial ni periodística: no suscitan la adhesión pública ni expresan lo ciudadano. No se sabe si tendrán otra oportunidad, pero los corresponsables del fracaso de estos medios debieran poner las barbas en remojo y archivar este “debate” tardío.