Alberto Acosta llega a tiempo para tomar el vuelo 207 a El Coca, de Tame, sonreído y luciendo una camiseta con la leyenda: ‘El Yasuní es nuestro oxígeno’. La gente que le acompañará durante cuatro días en su viaje al Parque Nacional Yasuní elogia su camiseta y él, orgulloso, responde: “Esta es la histórica… la de la bronca”.
(Por “la bronca”, ‘el Betí’ -que es como lo llaman todos los que van al paseo- se refiere al malestar que esa camiseta generó al presidente Rafael Correa a mediados del 2007 cuando él, siendo ministro de Energía, la llevó puesta en un gabinete itinerante a bordo del Buque Escuela Guayas).
Cerrada la anécdota, los primeros síntomas de ese hombre impaciente que es a veces empiezan a asomar. Por eso no quiere perder tiempo quitándose el cinturón para pasar el filtro de seguridad. “No se preocupe que no va a sonar”, dice confiado; el encargado le responde: “Si le suena se regresa”. “Es que no va a sonar”, insiste él. Y, tiene razón, no suena.
Antes de embarcarse, busca maneras de poder ver a sus nietos, que viven en Guayaquil y acaban de aterrizar para pasar unos días en Sangolquí (en la quinta de su familia). No lo logra y llega con ese tema pendiente a El Coca.
Allí la primera parada es el malecón, donde decenas de ecologistas -la mayoría aparentemente de Quito- celebran el ‘Carnaval por el Yasuní’. Los reporteros de Ecuador TV lo entrevistan apenas se baja del taxi; es el karma de ‘el Betí’: siempre para alguien será Alberto Acosta. Pero cuando es solo ‘el Betí’, en la intimidad de la familia y los amigos, se puede permitir, por ejemplo, no hablar nunca de política o dedicarse a contemplar la caída de una hoja sobre el río, o maravillarse con las muchas gamas de verde que ofrece la selva, vista desde el deslizador que lleva al grupo al Yasuní.
En Pompeya, a una hora de El Coca por el Napo, Repsol tiene una especie de puesto de aduana que es paso obligado para ir al Parque (con máquina de rayos X y todo), donde, entre otras cosas, se prohíbe el ingreso de alcohol.
Allí, él pasa primero el control y, mientras espera que el resto pase, llama a su hija Alegría a Barcelona, solo para contarle que la está extrañando. Es un padre cariñoso, que no pierde oportunidad de demostrar su afecto; como en uno de los atardeceres en un mirador sobre el río Tiputini, cuando le explica a su hija Sofía que el Yasuní es tan biodiverso porque en las glaciaciones del Pleistoceno se mantuvo como una especie de isla. Pocas horas antes, de un extremo a otro de la canoa, a ella misma le grita: “¡Negra, te quiero!”.
Al atardecer del segundo día, ya instalado selva adentro y después de haberse emocionado viendo al hoatzin (un pájaro prehistórico), aparece recién bañado y luciendo otra de esas camisetas que hablan por él. Ésta tiene una frase repetida en varios idiomas, de los cuales apenas son reconocibles las versiones en español y kichwa: buen vivir y sumak kawsay.
Al siguiente día lleva una mucho más llamativa: roja, con dibujos y la frase ‘El petróleo en el subsuelo como decía el abuelo’. Con ésta hace la caminata hacia ‘la torre’, una estructura metálica de 30 metros, que permite ver el Yasuní desde arriba.
A pesar de que es la cuarta vez que visita la zona –la primera fue en 1969, acompañando a José María Velasco Ibarra (su tío abuelo)–, conserva la emoción intacta y durante todo el paseo muestra entusiasmo por llegar a todas partes primero. La torre no es la excepción, y una vez arriba, anima a los demás a subir, no sin antes advertirles de la cantidad de mosquitos con la que se encontrarán.
Con un sentido del humor envidiable, junto a su amigo ‘Lupo’ hace morir de risa al grupo. No dan tregua: son el dúo dinámico de la broma fina y oportuna. Así, por ejemplo, convierten a la prohibición de beber cerveza en la razón de continuos e hilarantes chistes.
Pero no todo es risas. ‘El Betí’ se malgenia de verdad cuando llega a ver (de oler ni hablar) una cebolla. Por eso cada vez que la comida está lista, primero se acerca al cocinero a preguntarle: “¿Qué tiene sin cebollas”? Este es ‘un tema’ en su vida, tanto así que pocas horas antes de tomar el avión a Quito, disfrutando de la anhelada cerveza en un restaurante de El Coca cuenta: “Si algo me molesta de las campañas es la comida, ¡porque a todo le ponen cebolla!”.
A bordo del deslizador, minutos antes de estar distendido contando sus anécdotas universitarias en una terraza, con vista al río Coca, contesta a la única pregunta sobre un tema que le resulta espinoso: “¿Qué cree que va a pasar realmente con la Iniciativa Yasuní?”. Casi sin pensar, responde: “No creo que vaya a pasar nada, el Presidente ya no tiene fe en el proyecto (se calla un instante)… En realidad creo que nunca tuvo mucha fe”. Y al comentario: “Es que debe necesitar la plata”, solo asiente con los ojos y el mentón.
El deslizador sigue ‘volando’ y rugiendo sobre el río Napo y tras un breve silencio continúa: “Es bien difícil que la Iniciativa siga con esos mensajes confusos que manda el Gobierno, con amenazas constantes. Además, ya están haciendo estudios en Tiputini y Tambococha, yo tengo los mapas… Pero no hay que desmayar”. La conversación termina con otra pregunta: “¿Por qué hoy su camiseta no dice nada?”; “Sí tengo otra con leyenda en la maleta, por si acaso me moje y me toque cambiarme. Nunca se sabe”.
Otro de sus temas: la angustia ocasional. Por eso las últimas horas del paseo lo encuentran apurado. Quiere comer rápido, salir volando al aeropuerto, chequearse primero. No se halla… ‘Lupo’ comenta: “Así es él”; y su sobrino Bernardo es infidente: “Es el síndrome de la tarde del domingo de los Acosta: el malgenio”.
Pero una vez en el aeropuerto de El Coca, a menos de una hora de estar acostado en su cama, ‘el Betí’ se relaja y grita -visiblemente contento-: “¡Lupo, vení!”. ‘Lupo’ va, se ríen, hacen cháchara y empiezan a discutir sobre a qué hora irán juntos la mañana siguiente al karate: si a las 05:30 o a las 6:00.