En Ecuador tenemos una relación bipolar y esquizofrénica, de amor y odio, con nuestro principal producto de exportación: el petróleo. Lo odiamos y lo necesitamos. Suele ser la principal fuente de las interminables pugnas de poder, de intrigas y de confabulaciones, de rumores y de versiones, pero no podemos vivir sin él.
Su precio, o más bien sus traqueteos en el mercado internacional, han sido la fuente de las más grandes jaquecas de todos los gobernantes de los últimos cuarenta años por lo menos, militares o civiles, tocados o cuerdos. Nos hemos peleado sobre bloques y pozos, crudos pesados y no tan pesados, oleoductos secundarios y no tan secundarios, estaciones y refinerías. Lo hemos maldecido al infinito, pero al final del día el petróleo engrosa las arcas estatales, construye carreteras, funda escuelas y equipa hospitales. Sin embargo el petróleo desbroza selvas y occidentaliza a los no contactados. Lo calumniamos y no podemos, literalmente, vivir sin él. Oro negro. Oro maldito…
El petróleo es divisa nacional en más de un sentido: somos país petrolero y país amazónico a un tiempo, país megadiverso en lo ambiental y necesitado de petróleo a la vez, irónicamente.
El petróleo es nuestro pasado, nuestro presente y aparentemente nuestro futuro: nos ha terminado por convertir en la sociedad rentista que indudablemente somos, en la sociedad que concibe al Estado no como un pacto social de vida en común sino como una mamadera, como una fuente alegadamente interminable de recursos, de subsidios, de exenciones, de privilegios y de protecciones.
Gracias al petróleo, se podría argumentar, nos sentimos muy cómodos bamboleándonos en nuestras hamacas y esperando que caiga el maná de la estratósfera. Mientras Japón, por poner un ejemplo fácil, salió devastado de la Segunda Guerra Mundial y no tardó en convertirse en una potencia tecnológica, nosotros seguimos sentados sobre un viejo barril de crudo, enmohecido y lleno de telarañas, esperando pacientemente que venga un nuevo mesías a salvarnos de los males eternos.
No hay duda: el petróleo forma parte de nuestra identidad –y necesidad- nacional. Así, la edición de EL COMERCIO de 29 de junio de 1972 nos contaba sobre la llegada del primer barril de petróleo a Quito (al Colegio Militar Eloy Alfaro): “…durante el trayecto, centenares de personas llenaron pequeños frascos con petróleo, mientras otros empapaban pañuelos, corbatas o papeles o se mojaban las manos con el oro negro” y que los miembros de la Fuerza Terrestre escoltaron a los barriles a través de la capital “en medio del júbilo y aplausos de los espectadores que se ubicaron a lo largo del recorrido.”