No hace mucho tiempo, la agenda del Ministerio de Educación tenía en primer lugar, como tarea urgente y necesaria, la restauración de los locales escolares que habían sido devastados por el invierno. Se trataba, por lo tanto, de una tarea que, aun después de haber llegado a las primeras planas de los periódicos, no pasaba el nivel de lo rutinario: desde hace muchos años habíamos estado oyendo lo mismo, como si se tratase de un ritual que confirmaba la persistencia de la imprevisión y el desamparo en que por perversa tradición se ha desenvuelto la educación ecuatoriana.
Entre esa rutina y lo que ahora estamos presenciando hay, sin embargo, una distancia que no puede pasar desapercibida: en los últimos meses, el ministro Vallejo ha dado dos pasos sustanciales, con una firmeza apoyada en la decisión con que el Gobierno ha acometido problemas que nadie se había atrevido a tocar. El primero de esos pasos fue la reorganización del Sistema Intercultural Bilingüe, que se había convertido en una especie de coto cerrado y discriminatorio, como si los pueblos indígenas no fueran parte de la sociedad nacional. La distinción entre la llamada ‘educación bilingüe’ y la ‘educación hispana’ venía a ser un eco tardío, absurdo e incomprensible de los tiempos coloniales, cuando se hablaba de la ‘república de los blancos’ y la ‘república de los indios’.
La intervención del ministro Vallejo en esa área sensible y delicada muestra la convicción de que a los grandes temas hay que tomarlos como a los toros: por los cuernos. Si la interculturalidad hablamos ahora, y si ella es un mandato constitucional, no es conservando guetos como podremos realizarla, sino establecido las mismas condiciones para todos, a fin de hacer verdadera la sentencia que, para algunos, no pasa todavía del nivel de la retórica: ser distintos, pero iguales –lo que quiere decir: distintos en cultura, pero iguales en derechos y obligaciones.
El segundo paso sustancial del ministro Vallejo, respaldado por el Presidente, ha sido el de someter a los maestros a la evaluación sin la cual será imposible emprender un serio programa de mejoramiento de la educación. Reacios a que se pongan en evidencia sus flaquezas, un gran número de maestros ha adoptado las envejecidas poses de una rebeldía injustificada, considerando la evaluación como un atentado. El país los está juzgando.
Es de esperar que aumenten los sensatos, que comprendan que sus debilidades son la prueba de su condición de víctimas de una crisis cuyas causas les sobrepasan, y que se decidan a aceptar las nuevas reglas del juego. Ellos saben que sin educación de calidad no hay futuro: para lograrla, ya no hay tiempo que perder.