Edwin Alcarás
Redactor de cultura
Pruebe a subir por la calle Andrade Marín en el barrio de El Dorado, de Quito, una tarde de llovizna. Es triste. Fíjese en el brillo de esas piedras por las que se escurre el agua. ¿Se ha fijado en el brillo sucio de las piedras? Ese brillo, según varios autores que retrataron la ciudad, se parece al resplandor que tienen en la memoria las cosas perdidas; o, en el deseo, las cosas imposibles.
Ahora, venga, acérquese a este mirador, sienta cómo el frío le golpea el rostro. Mire, ahí abajo, a ese solitario eucalipto, detrás de esa caseta que protege una piedra de lavar y eso que alguna vez debió ser un inodoro.
Fíjese en ese barranco abierto como una garganta negra, en cuyo fondo corre el delgado y viscoso Machángara. Sienta cómo lo ahoga la geografía. Deje que esa inquietud se adueñe de su conciencia. Ahora vea cómo se descompone, lentamente, la realidad. Fíjese en esas figuras que dibuja la niebla, hundida como una gasa entre las lomas.
Mire a esos seres hechos de frío, imaginación e incertidumbre, o sea, para ponernos de acuerdo, hechos de literatura. Ahí están, por ejemplo, ese hombre social y existencialmente atormentado de nombre Luis Alfonso de Romero y Flores, conocido como el ‘chulla’ Romero y Flores, la curiosa dama apodada La Linares o la Torera, ese médico checo taciturno y malhumorado de apellido Kronz, esos maltrechos y hoscos habitantes del bulevar de la tuentifor que describió Huilo Ruales…
Y, si se concentra usted, puede que vea hasta ese buque que vio, desde el mismo punto donde usted está, el narrador Javier Vásconez, en su cuento ‘Un extraño en el puerto’. En esa esquina de la Luciano Andrade Marín y la Reinaldo Espinoza el escritor vislumbró ese barco dibujado por la nostalgia, el frío y el whisky.
El párrafo en mención dice: “Desde el estudio podía dominar la llegada del barco con bandera italiana, ingresando muy lento en la noche andina.
Cada vez que me servía otro whisky, cosa que sucedía a menudo, imaginaba el rompeolas y el faro que completaban junto con las gaviotas el bosquejo minucioso del puerto”.
Como el amor, como la muerte, como el suicidio, como el sexo, y como el resto de temas universales, el paisaje (natural y humano) siempre ha seducido a los escritores. La ciudad es uno de los personajes primordiales de buena parte de la mejor literatura ecuatoriana, dice el crítico y escritor Raúl Serrano.
En la literatura, la ciudad nunca se ha construido con las imágenes de postal. Casi siempre los autores han buscado sus lados flacos, sus contrastes, sus desórdenes interiores.
En este punto sirve volver al inicio de ‘El hombre muerto a puntapiés’, de Pablo Palacio. ¿Recuerda que el “vicioso” de apellido Ramírez (pues solo esas dos cosas se conoce de él) fue hallado en la esquina de las calles Escobedo y García?
Hasta hace poco se discutía si el cuento pasaba aquí o en la ciudad de Guayaquil. Sin embargo, la crítica española María del Carmen Fernández asegura que la trama se refiere a Quito en su libro ‘Pablo Palacio en la encrucijada de los 30’.
Esa esquina de Escobedo y García existe hasta ahora y debe ser una de las esquinas más tristes de la ciudad. Triste en el día porque en la noche es más bien temible. No se trata de una esquina en estricto sentido sino de una escalinata que se convierte abruptamente (como toda variación geográfica del Centro de Quito) en un callejón estrecho que bordea la peña que da al Sena.
Uno no sabe dónde termina la Escobedo y dónde empieza la García. Solo sabe que, si es de noche, hay que salir de allí pronto. Pero si la luz del poste eléctrico falla un poco y se vuelve intermitente, es posible que el “vicioso” aparezca todavía allí, derrumbado sobre su propia fatalidad, sangrando por la nariz, temblando por el recuerdo de esos “maravillosos” puntapiés. Y si un carro rasga el silencio, talvez pueda usted escuchar en ese eco el sonido de los puntapiés, esos “¡Chaj! ¡Chaj!” seguidos de ese “gran silencio sabroso”.
La ciudad ha contribuido en varios propósitos de la imaginación. Incluso en aquellos que la destruyen o la vuelven irreconocible. Por ejemplo, en la cuarta parte de la tetralogía ‘Crónicas del Breve Reino’, de Santiago Páez, donde se inventa una Quito del futuro. En el peor de los futuros posibles.
Luego de la guerra nuclear y el consiguiente abandono del planeta, el antiguo tercer mundo se ha quedado como el único mundo. Se trata del infierno en la Tierra, una selva de radiactividad, mercado negro y un extraño tráfico de niños. Quito vuelve a ser lo que fue al principio: una mezcla irregular de potreros y abismos.
El itinerario de los personajes conduce las escenas a través de las ruinas de El Batán o de La Mariscal hasta llegar al Centro, cubierto de maleza.
La ciudad ha servido como metáfora para los muchos cambios que han experimentado sus habitantes. Ese Quito perplejo de principios del siglo XX, que se iba llenando de alambres, carros y neurosis fue materia de, por ejemplo, ‘En la ciudad he perdido una novela’, de Humberto Salvador.
Esa otra ciudad bohemia, hipócrita y un tanto malvada, producto del ‘boom petrolero’ fue recogida en ‘Ciudad de invierno’ , o ‘Sueño de lobos’, de Abdón Ubidia.
Escenario o personaje, la ciudad siempre busca salidas para su encierro en las expresiones de su literatura. Y, en esa búsqueda, le caben los versos que Borges cantó para Buenos Aires: “Y la ciudad, ahora, es como un plano/ de mis humillaciones y fracasos”. Y la relación que guarda con sus habitantes, en ese otro verso: “No nos une el amor sino el espanto;/ será por eso que te quiero tanto”.