El vandalismo es un acto totalmente reprochable. A eso no hay vueltas que darle.
Cualquier ciudadano que mire la democracia como el espacio de la convivencia política y el pluralismo estará consciente de que la violencia desvirtúa toda protesta por legítima y necesaria que sea.
Y si los grupos sociales que ahora pretenden reivindicar la movilización como uno de los nutrientes del sistema democrático deben saber que los excesos registrados en la plaza de San Francisco, durante la marcha de la semana pasada, no aportan en nada. Todo lo contrario. La imagen de esas personas agresivas alimenta el discurso que el Gobierno insiste en posicionar: el de la desestabilización.
Sin embargo, la opinión pública ni el Gobierno pueden desconocer que la molestia que se evidenció, sobre todo en las protestas de los colegios secundarios, obedece a factores mucho más complejos que la simple excusa de que ahí hubo infiltrados y agitadores del MPD.
Durante estos casi ocho años, el Gobierno ha optado por desprestigiar a quienes ha considerado sus adversarios. Lo hizo con los partidos políticos, los banqueros; arremetió contra la prensa, para luego cuestionar a los sectores sociales movilizados que en el 2007 fueron sus aliados.
La estrategia mediática fue implacable. A través de cadenas nacionales y sabatinas, el Régimen se encargó de desfigurar el papel de todos estos actores. Un ex Presidente dijo una vez que el Gobierno ataca moralmente con toda la maquinaria estatal que sustenta su propaganda.
Cuando se boicotean todos los canales de diálogo, se sataniza el reclamo social y se da rienda suelta a la propaganda ideológica, los resultados son previsibles. Cualquier chispa enciende la reacción popular en las calles.
Poner a cientos de ‘robocops’ a cuidar la Plaza Grande también es desafiante, por más que en sus escudos se evoque la humanidad del policía. Es momento de que la sociedad ecuatoriana reflexione sobre quién lanzó la primera ‘piedra’.