Este año se puso en vigencia la tercera reforma tributaria consecutiva aprobada por la Asamblea y puesta en marcha por el Gobierno del presidente Rafael Correa. Tres normativas en tres años significan muchas cosas, entre ellas que el Régimen está decidido a obtener cada vez más recursos económicos para financiar y sostener el creciente gasto público.
Los cambios más importantes tienen que ver con los empresarios, quienes deben programar en su esquema anual el pago del denominado “impuesto mínimo”, relacionado directamente con la declaración con el Impuesto a la Renta. Tal como está planteada la reforma, el efecto de este impuesto puede golpear más a los pequeños empresarios, que tienen menos opciones para deducir el pago de tributos.
Los contribuyentes también tienen la obligación de pagar el 2% del impuesto a la salida de divisas sobre el dinero que envíen al exterior, mientras que desde este año los consumidores deben pagar 12% del Impuesto al Valor Agregado (IVA) por la compra de periódicos y revistas.
En sociedades con democracias sólidas, gobiernos estables y normas jurídicas seguras y claras, el pago de impuestos es, más que una obligación, un acto cívico en la medida en que los contribuyentes entienden y perciben que el Estado invierte el dinero recaudado en beneficio del desarrollo del país y de una equitativa redistribución de la riqueza.
Esas características no son, precisamente, las que definen las acciones gubernamentales en estos tres años. Si bien ha crecido considerablemente la inversión en infraestructura (carreteras, salud y educación), también se ha venido fortaleciendo un estilo asistencialista y benefactor que da réditos electorales pero que dista mucho de una valoración positiva en la calidad del gasto.