Decenas de jugadores de casinos quemaron sus cartuchos, en el último día de apertura del salón de juegos del Hotel Crown Plaza, de la Naciones Unidas y Shyris.
Lo mismo ocurrirá, hasta la medianoche del viernes, en el Monte Carlo, del Hotel Mercure, Amazonas y Carrión.
El pasado lunes solo los ejecutivos del Plaza sabían que esa noche sería la última del repicar de máquinas y el destello de luces de las tragamonedas.
Los casinos y bingos se cierran, porque en la pasada consulta la mayoría optó por esta medida.
Frente a una luminosa máquina, la médica María Silva ansía que en la pantalla de la suerte aparezcan seis unicornios.
Concentrada -así pasó los últimos ocho años- apenas dialoga con su amiga Gloria, quien hace varios intentos, introduciendo billetes de USD1 y 10, en la máquina vecina. Sin recelo, Silva cree que el cierre del casino del Plaza “reestructurará mi vida increíblemente, el costo de esto ha sido lágrimas y tristeza para mis padres, mis hijos y familia”.
Alta y de pelo castaño, Silva, gerente de la Unidad Médica Móvil, que brinda salud a gente pobre del país, explica que muchos de sus compañeros de juego quizá le reclamen por el alivio que siente. “Creo -dice- que al turismo no le pasará nada, ya que Ecuador es un edén en el que es posible pasar, en poco tiempo, de los volcanes a la selva, de la Sierra al mar; tenemos las maravillas de Galápagos, Quito, Guayaquil”. “Si quieren hacer turismo de casino, Las Vegas, rodeada de desierto, es una opción”, ironiza.
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Gloria asiente. Ahora que el casino no va más, Silva se confiesa una ludópata en recuperación.
Era tanta su ansiedad por el juego que fue tratada en la Puerta de Algani, un centro especializado del Valle de Los Chillos. Allí, los médicos le enseñaron a enfrentar sus miedos, a comprender que la vida tiene múltiples puertas. La suya será el apoyo, con más fuerza, a pobladores de escasos recursos del Ecuador, mediante la Unidad Médica que funciona en la Shyris y Naciones Unidas.
“Trabajo hasta el domingo, ese es mi camino; tengo dos hijos increíbles, por ellos y mis padres dejé esta pesadilla”.
La tarde transcurre en un frenético trajín de luces, música pop, el ir y venir de los saloneros llevando sodas y café; la mirada escrutadora de los crupié -hombres y mujeres- que reparten cartas en el juego Punto y banca. Silva y Gloria dejan las máquinas y se dirigen a la sala de fumadores, un pequeño cuarto fuera del casino, junto al garaje. Allí están siete mujeres; fuman sentadas en sillones de percal verde. Se oyen retazos de sus diálogos: “Mija, me toca ahorrar para ir a los casinos de Miami y de Las Vegas”, dice una señora de pelo platinado, que exhibe con orgullo un gran collar de perlas. “No seas loca”, responde su amiga, flaca, elegante en su traje sastre. “Mejor vamos a Lima, está más cerca y ofrece un montón de casinos, ahí la gente es libre de hacer lo que sea con su tiempo libre, aquí los mojigatos del Gobierno nos censuran y nos quitan el derecho a jugar”.
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Don David (como la mayoría pide omitir su apellido) está furioso. Las escucha sin pestañerar.
Enfundado en un gabán negro parece un actor salido de una película de Hitchock por sus pronunciadas ojeras y su pelo engominado. “Puedo decir que soy uno de los fundadores de este casino, abierto en 1997; mi vida la he pasado aquí, yo soy uno de los pocos que le gana a la ruleta americana (hasta USD 200 por semana). Preparo maletas para vivir en Bogotá, donde jugaré sin censura”. David sostiene que varios amigos viven en la capital colombiana y le recibirán. Suelta el humo y mira a las volutas desvanecerse en la noche que llega.
Junto a él, apegada a un muro, Sofía, una pintora de 46 años, no lamenta el cierre. “Volveré a pintar, aquí mi vida se ha hecho humo”. Delgada y de pelo lacio, Sofía conoce las historias de gente que lo ha perdido todo: casas, autos, hogares…
Matilde oye a Sofía y se anima a contar su caso. “En los últimos seis años perdí USD 60 000; salía a las 16:00 de la clínica en la que trabajo y me pasaba hasta la madrugada, mi esposo me reclamaba, dudaba, sufría, nos separamos seis meses, luego entré a una terapia, volví con él; controlé mi ansiedad por las máquinas”.
“Aquí conocí a una amiga -añade Matilde- de mucho dinero, jugaba desde las 09:00 hasta el otro día; vendió su florícola, creo que gastó cerca de USD 800 000 en seis años, su vida se hizo añicos”.
La luna aparece en el oriente como una esfera oxidada. María Silva y Gloria retornan a casa. Las mujeres que hacen planes de jugar en otros países vuelven a las sillas en las que han pasado los últimos siete años jugando sin pausa y casi siempre perdiendo. Lo mismo hace David. No presienten que es fin de fiesta. Pero David quiere ganarle otra vez a la ruleta.
Los jubilados y su añoranza
La noche del pasado miércoles el casino Monte Carlo, del Hotel Mercure, está a reventar.
“Cerca de 1 000 clientes vienen cada día”, dice Liz, una atractiva mujer que trabaja en el restaurante del amplio casino, en el que predomina el dorado. Liz confirma que llegan muchos ancianos, jubilados, en busca de compañía.
“Es bonito ver cómo se relacionan, hacen amigos y amigas; ellos dicen que en sus casas pasan muy solos”, explica Liz, mientras despacha jugos de naranja a dos chinos felices que ganan las partidas en Punto y banca.
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Al poco rato, cerca de las 20:00, Juan, de 80 años, conversa con una mesera. Él, apoyado en una máquina, le confiesa que pesa mucho la soledad en casa.
“Mis hijos y nietos no saben que vengo acá, es mi refugio”. Ella sonríe. Tres parejas de ancianos se ayudan en las máquinas.
¿Dónde trabajarán los empleados? Liz y Ufredo Cheme, de Perdernales, no se hacen líos. “Me dedicaré un tiempo a mis hijos, el Gobierno nos envío un correo con opciones de trabajo en gastronomía, contabilidad, etc.”, dice Liz. Ufredo acaba de abrir una marisquería, El Barquito, en la Mercadillo y Versalles. Coinciden en que una plaza laboral será más difícil para los crupié.