Causó revuelo nacional el comentario del presidente de la comisión del caso Angostura, a propósito de la posibilidad de que el narcotráfico haya penetrado la institucionalidad ecuatoriana a los más altos niveles. La sola mención de la palabra narcodemocracia ha escandalizado a más de uno y las reacciones condenatorias no se han hecho esperar.
Resulta infructuoso el intento por negar un secreto comentado, en corto, por todo el mundo. Ni la estridencia de las quejas, ni el histrionismo con que algunos se rasgan las vestiduras, son suficientes para desvanecer un fenómeno más real y más complejo que el del simple alboroto mediático.
El narcotráfico es la mayor amenaza contra los Estados y las sociedades latinoamericanas. Por mucho que nos duela, y por más absurdo que parezca, se ha convertido en el principal factor de democratización de las ilusiones de prosperidad. La exclusión y la desigualdad sociales, en las que los latinoamericanos somos particularmente aplicados, han bloqueado en forma sistemática las posibilidades de acceso a la riqueza a las mayorías empobrecidas, las que ven en el atajo de la ilegalidad la vía más expedita para acceder al poder económico que por derecho les corresponde.
¿Se imaginan ustedes a un hombre de origen humilde –como todos los capos de la droga– sentado a la mesa de los grandes banqueros, influyendo en jueces y generales, imponiendo candidaturas políticas, amo y señor de vidas ajenas?
Hasta hace poco esto era impensable, pero ya ocurre en otros países y podría llegar a ocurrir en el nuestro. Ni siquiera el poder político alcanza para tanto. Nuestros pueblos no tienen ni un pelo de tontos, como para no darse cuenta de que el cuchillo de oro es el que mejor corta el queso.
Al menos así ocurre en sociedades sometidas a la lógica implacable del mercado y del consumo. Saben perfectamente que el verdadero poder radica en lo abultado del bolsillo, con lo cual los narcotraficantes terminan convertidos en referentes populares.
Nuestra deficiente democracia es causa y víctima de este flagelo. Enredada en la maraña de la injusticia y del egoísmo, no logra salir –o no logramos sacarla– de este peligroso laberinto.
Abonado el terreno con la desigualdad y la marginación, la ilegalidad reproduce a discreción sus intrincados corredores, donde fácilmente se extravía la democracia. La indiferencia y el cinismo de los países ricos también potencian este círculo vicioso.
Querer encontrar una salida sin reconsiderar a fondo las distorsiones del sistema global será una pérdida de tiempo, como también empiezan a serlo las recetas policiales que hoy nos imponen como la panacea.
Columnista invitado